La paradoja iturbidista

Napoleón e Iturbide

Desde el siglo XIX la oposición a los desvaríos del jacobinismo mexicano discurrió sobre el cauce del conservadurismo —liberalismo templado cuyo contenido ideológico recibió fuerte inspiración del girondinismo francés—, anulando así todo su carácter auténticamente reactivo y trocándola, más bien, en influjo moderador. El conservadurismo —como explican sus más altos representantes, entre ellos Roger Scruton— no es un verdadero anti-liberalismo, sino un liberalismo más reflexivo, que no incurre en rabietas destructivas, pero que tiene el mismo objetivo que el liberalismo jacobino: la instauración de la utopía liberal, punto al que pretende llegar por vías más «eficaces».

El siglo XIX mexicano se nos revela, así, como una lucha entre dos facciones liberales —la radical y la moderada—, sin que una de ellas represente la cosmovisión popular y sin constituir una verdadera lucha entre el bien y el mal —como la propaganda histórica de ambas facciones pretende—. Se trata, simplemente, de la pugna entre dos proyectos políticos de inspiración ideológica falsa por sus postulados y extranjerizante por sus cometidos. Nada más falso, en consecuencia, que tildar sus respectivos textos organizativos de «constitución histórica», como cierto originalismo bananero predica. En todo caso, por su carácter caprichoso y alejado de la realidad serían ejemplos de lo contrario: de constituciones anti-históricas.

Son varias y comprensibles las razones por la que cierto catolicismo mexicano —sociológicamente más burgués que popular— se ha inclinado históricamente por el liberalismo conservador. La primera de ellas, porque el liberalismo conservador, a diferencia del liberalismo radical, nunca fue abiertamente anti-clerical. Razón importantísima, porque en un ambiente en que el ultramontanismo pasa por fidelidad a la Tradición, el conservadurismo se presenta como la única alternativa compatible con la religión.

En segundo lugar, por una razón relativa a la praxis: gracias al apoyo estadounidense, desde el siglo XIX triunfó de un modo relativamente indiscutible el proyecto radical. La república mexicana, a diferencia de otras repúblicas del continente, no conoce los efectos a largo plazo del triunfo conservador, lo que no sólo permite una idealización del propio conservadurismo —el proyecto del «y si hubiera…», romántico como el amor imposible de las telenovelas—, sino incluso su presentación como la auténtica «opción nacional», aspecto que se ha ido desdibujando en las últimas décadas debido a la perniciosa y sifilítica anglofilia que las derechas mexicanas han contraído.

En el siglo XIX, no obstante, fue el primer factor —el religioso— el más importante. Y la mitología conservadora lo demuestra a través de sus héroes. Tal mitología justifica los levantamientos secesionistas de Miguel Hidalgo (1810) y Agustín de Iturbide (1821) como reacción ante la supuesta apostasía de Fernando VII, a quien se presenta como una suerte de anticristo —napoleónico, masón y liberal— perseguidor de la Iglesia y fomentador de la corrupción de las costumbres. Olvida, por supuesto, que fue la lealtad a Fernando VII la que impidió la aplicación en la Nueva España de las imposiciones napoleónicas —el Estatuto de Bayona y demás innovaciones bonapartistas— y que fue la Constitución de Cádiz (1812) la que realmente las introdujo, constitución que Fernando VII repudió dos veces (en 1814 y en 1823) mientras Agustín de Iturbide ordenó su aplicación en lo que se redactaba un proyecto constitucional completamente inspirado en ella. Si hay una figura napoleónica —tanto por inspiración simbólica como ideológica— esa figura sería, eminentemente, Iturbide, quien imitó al célebre corso hasta en la manera de posar para los retratos.

Esa doble influencia girondina y bonapartista, que define tan perfectamente el conservadurismo mexicano del siglo XIX, se advierte en la propia idealización de la monarquía constitucional. Falsa monarquía en cuanto su carácter constitucional hace de la «voluntad general» —la voluntad oculta de los oligarcas— expresada a través del «contrato social» —la Constitución— el fundamento de legitimidad de la pública potestad, hace en la práctica que la falsa monarquía que entroniza discurra por uno de dos cauces posibles: la reducción del falso monarca a muñequito simbólico que «reina pero no gobierna», útil sólo para acudir a las premiaciones y posar en las fotografías mientras las tareas auténticas de gobierno son asumidas por un demagogo paralelo, o la elevación del falso monarca —como en el caso de Napoleón— a nuevo César todopoderoso y endiosado.

Iturbide fue derrocado y más tarde fusilado por sus antiguos compañeros de insurrección —ejemplo típico de camaradería revolucionaria— por lo que, aunque su intención fue enteramente de tipo bonapartista, no es posible saber por qué cauce habría caminado su proyecto. No siempre lo que se pretende es lo que se logra o, como recuerda aquel dicho popular, «del plato a la boca se cae la sopa». De ambas posibilidades, sin embargo, la segunda es la que se logró bajo el modelo republicano-presidencial —que representa el cesarismo apoteósico más descarado—, por lo que podría decirse, paradójicamente, que fue el liberalismo radical el más fiel continuador del proyecto iturbidista, así como ha sido el liberalismo conservador el que, en los siglos XX y XXI, se ha encargado de institucionalizar con mayor pureza el proyecto político jacobino del siglo XIX a través del debilitamiento paulatino del centralismo presidencial, tal como anunciaba Rigoberto López Valdivia.

Paradoja extrañísima —ejemplo de ese surrealismo delirante que caracteriza al México republicano—, es por ella imposible comprender la realidad nacional mientras no se superen las coordenadas ideológicas del liberalismo conservador, falsas no por su inclinación sentimental hacia el catolicismo sino por su desviación intelectual hacia el liberalismo. Y el caso más claro es el del episcopado —eterno confundido— que, simpatizando históricamente con el liberalismo conservador del siglo XIX y actualmente inficionado de ideas procedentes del relativismo constitucional angloprotestante —como la «libertad de cultos»—, ha visto cómo en el XXI las agendas moralmente nihilistas han avanzado más rápido por vía judicial gracias a la ideología de los derechos humanos, mientras es la figura presidencial la única que, hasta cierto punto y cuando se le antoja, puede fungir como valladar contra ellas.

Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.