Muchas veces nos encontramos con sujetos que, cuando quieren avalar y alabar las políticas de algún determinado Gobierno o Régimen revolucionario, nos apabullan con una enorme cantidad de cifras, gráficos, estadísticas, porcentajes, etc.; todo ello englobado dentro de las típicas «mediciones econométricas» (PIB, renta per capita, IPC, etc.) acuñadas por los Organismos Mundialistas de rama económica, y difundidas tras la segunda postguerra mundial. Dejando a un lado la supuesta validez o reflejo de la realidad que puedan tener todos esos «parámetros» numéricos (de lo cual habría mucho que hablar), lo que sí nos manifiestan es la lamentable abducción mental racionalista en que han caído muchas personas, y que les hace tener una visión distorsionada del tradicional concepto del «bien común» de un determinado cuerpo moral sociopolítico. Esta forma mentis está impulsada por lo que Vallet de Goytisolo (gran estudioso del tema) calificaba de ideología tecnocrática (quizá –añadimos nosotros– la peor de todas las ideologías, y que se presenta so capa de neutral, «científica» y antisubjetiva). Vallet subraya que: «Los actuales tecnócratas son descendientes directos de los “economistas” de los años que precedieron a la Revolución Francesa, ya que entonces habían creado un clima intelectual previo favorable a la tecnificación social». El término «economista» era el nombre con que los denominaba el publicista liberal clásico Tocqueville al denunciarlos en su libro El Antiguo Régimen y la Revolución: «[Esta] forma particular de tiranía que se llama despotismo democrático, del cual no tuvo ni idea siquiera la Edad Media, es familiar a los “economistas”. No más jerarquía social, ni clases separadas, ni condiciones fijas: un pueblo compuesto de individuos casi semejantes y enteramente iguales, masa confusa reconocida como único soberano legítimo, pero cuidadosamente privado de todas las facultades que pudieran permitirle dirigir y vigilar por sí mismo su gobierno».
En las décadas de la inmediata posguerra, tuvieron los tecnócratas europeos su momento álgido; pero no faltaron nunca voces críticas que veían ante sus ojos el horror de cómo se aplicaban unas medidas que producían fabulosos «resultados macroeconómicos» al precio social de aniquilar y destruir los restos de vida colectiva tradicional que todavía subsistían en aquel entonces. Es lo que Marcel de Corte (ligado al movimiento francés de La Ciudad Católica) denunciaba con la expresión «la economía al revés», en donde la sociedad se moldeaba en función de la producción, en lugar de poner ésta al servicio de la comunidad política: «Se llega, a fin de cuentas, a producir para producir, y a erigir la productividad en criterio único de la salud de la sociedad moderna y de la solidez de la economía». El tecnócrata sacará pecho de la enorme cantidad de viviendas-colmena realizadas, pero se mostrará indiferente si se le contesta que han servido para alojar a las grandes masas desarraigadas de su entorno tradicional, y emigradas y aglomeradas en las nuevas macrociudades impersonales. Se mostrará orgulloso de la enorme cantidad de guarderías y asilos estatales construidos, e ignorará con desdén toda referencia que se le haga sobre la familia tradicional. (No deja de ser algo altamente simbólico de toda esa nueva realidad disocial planificada, el hecho de que Franco decidiera irse a morir en la cama de un hospital de la Seguridad Social, y no en su hogar).
H. Douglas también denunciaba en el marco británico las mismas políticas antisociales que criticaban los Amigos de la Ciudad Católica en Francia, y los legitimistas y los católicos de Verbo en el ámbito español; con la única diferencia de que vio correctamente en el defectuoso y artificialmente manipulado sistema financiero el principal medio del que se servían los tecnócratas para su agenda. Decía, p. ej., este ingeniero militar: «Ahora bien, estamos hipnotizados por la propaganda de las compañías químicas internacionales en la creencia de que los análisis del terreno, los fertilizantes químicos y la maquinaria agrícola impulsada con gasolina son muy superiores y más “científicos” que la agricultura íntima del antiguo orden». «Nunca antes ha habido tanta agricultura “profesoral”; y nunca los productos agrícolas han sido tan insatisfactorios en su calidad. Pan que ha de ser reforzado con medicamentos; fruta que tiene un aspecto atractivo y que no tiene sabor y carece de todas sus antiguas virtudes esenciales; telas que son llamativas, pero que no son ni cálidas ni durables; cerveza química, vino adulterado. ¡Progreso!». «Me da náusea la descripción como progreso de las fábricas de huevos en donde miles de gallinas son mantenidas bajo luz eléctrica desde su nacimiento hasta su muerte, confinadas en pequeñas cajas, de las que nunca se les permite salir, poniendo huevos. Yo no quiero comer esos huevos, y tengo la fuerte convicción de que no son buenos para comer, al margen de cuál pueda ser su sabor superficial».
Félix M.ª Martín Antoniano