Hemeroteca: Del naturalismo en el derecho (y IV)

Publicamos la cuarta y última parte del artículo de nuestra hemeroteca.

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El otro vicio que hemos indicado como consecuencia de las miras exclusivamente temporales de la legislación, es la irreligiosidad social, esto es, el indiferentismo religioso del Estado. En efecto: como la Religión se dirige principalmente a nuestro último fin, cuando el Estado prescinde de él, se hace necesariamente irreligioso; o si esto no se verifica por completo, porque difícilmente pueden desconocerse las ventajas que aun en lo puramente temporal la Religión proporciona (efecto natural de la solidaridad de los intereses humanos), al menos, aunque la profese públicamente, obra como si ninguna tuviese.

En confirmación de esto, observemos cómo el pueblo hebreo, depositario en la antigüedad de las verdaderas doctrinas, y el Egipto y los pueblos orientales, que en medio de sus errores conservan clara la noción de una vida ulterior, dieron siempre una grande importancia a los asuntos religiosos, procurando la unidad; en tanto que las naciones griega y romana, cuya filosofía no había conseguido jamás una seguridad completa acerca de nuestra existencia más allá del tiempo, no solo no procuran influir en los principios religiosos de los pueblos subyugados, como a tener confianza en los suyos debieran hacer, sino que dan carta de naturaleza y reciben entre sus falsas deidades a los ídolos del universo esclavizado.

Bien sabemos que algunos aseguran que el Estado no debe separarse por completo de la Religión, y que varios juzgarán acaso que el que no piensa como ellos en este punto, no está a la altura de los adelantamientos de la ciencia moderna. Mas, sin embargo, nos parece que para admitir semejante teoría es preciso tener falsas o muy imperfectas nociones de la naturaleza de la Religión, de la índole del Derecho y del objeto del Estado. Porque si no, fácilmente se comprende que dirigiéndose esto a la realización del Derecho, es decir, de las condiciones dependientes de la voluntad humana, pero necesarias al hombre para conseguir su fin, y no siéndolo ninguna tanto como el conocimiento de su origen y destino y de las reglas que conforme a esto deben regir su actividad, lo cual enseña precisamente la Religión, todo lo que a ella concierne exige una protección preferente de parte del Estado.

Mas el proteger la Religión no es para el Estado solamente un deber: es también una necesidad; y aquí el cumplimiento del deber lleva consigo una utilidad inmensa. Sin los principios religiosos, el orden social sería imposible. En vano se dice que para conservarlo bastaría la aplicación del Derecho, aun faltando las reglas de moralidad, cuyas máximas, cuya práctica sobre todo (aunque pese a los soñadores de moral independiente), sólo por la Religión pueden sólidamente establecerse. Nosotros preguntaríamos a los que tal afirman: «Si quitáis al hombre el precepto moral que le lleva a cumplir voluntariamente las leyes, ¿qué medios os quedan para hacérselas obedecer? Dos: la prevención y la represión». Pues bien: en una sociedad desmoralizada, ambas serían ineficaces; porque aun suponiendo que en sí mismas fuesen suficientes, lo cual no puede afirmarse, su ejecución habría de ser encomendada a hombres que, saliendo de la misma sociedad falto de principios morales, no atenderían al cumplimiento de sus obligaciones, y venderían la justicia al oro y al poder. Los elementos del mal, desencadenados, harían ilusorias las mejores leyes, y el derecho de la fuerza vendría a dominar aquella sociedad, que sólo en la fuerza había querido fundar el Derecho.

Al llegar a este punto, ¡qué de importantes consideraciones no se ofrecen al pensamiento sobre las relaciones íntimas del bien y la verdad, sobre la solidaridad del bien, sobre la manera con que todas las verdades se derivan de Dios, Verdad absoluto y afirmación suprema, al paso que todos los errores van a parar al ateísmo, colmo de error y negación última! Pero ni nos consideramos competentes para desarrollarlas de una manera digna, ni lo consiente el propósito de estos artículos. Cumplido quedaría si hubiésemos con seguido afirmar a nuestros lectores en el convencimiento de que la legislación no debe considerar exclusivamente al hombre como limitado a vivir sobre la tierra, sino que, abrazando por completo su naturaleza, ha de mirarle tal como es: desterrado en este valle de amargura para hacerse digno de la verdadera patria por que su corazón suspira.

LA ESPERANZA