El Estado de Texas ha prohibido «por humanidad» el aborto por desmembramiento. No nos llevemos a engaño; eso significa, principalmente, dos cosas: una, que antes y durante Dios sabe cuánto tiempo, era legal y, legalmente, se ha practicado. Otra, que en otros lugares de Yanquilandia y otros países «civilizados» menos ultraconservadores y «fachas» que Texas tamaña atrocidad seguirá siendo legal y practicada.
El suceso sólo me confirma en mi vieja y sólida creencia de que entre los poderosos de este mundo hay una buena porción de sádicos, es decir, de desviados que disfrutan carnalmente infligiendo dolor a los demás (o sea, como los de las escarificaciones nalgares de Malasaña, de los que ya hablamos; pero con voto en Cortes).
Resulta que dispongo de una increíble cantidad de tiempo para perder leyendo leyes inicuas. Tanto más increíble cuanto que es inexistente y es, en realidad, tiempo que le robo a mis otras y más graves obligaciones. Pero yo sé que ustedes me lo agradecen. A lo que iba: leí con atención la ley de la eutanasia con que nos alegró la primavera el Doctor Sánchez. Me sorprendió, ante todo, la falta de originalidad en los métodos de ejecución: pinchazos, pildoritas y bebedizos, todos muy asépticos, indoloros y discretos. Teniendo en cuenta la cantidad de gente que piensa en quitarse la vida o, incluso lo hace, con el único fin de llamar la atención sobre algo−como Yukio Mishima−o sobre sí mismos−voy a decir Werther por no poner el dedo en ninguna llaga más−, me parece una grave afrenta y una torpe manera de coartar la teatralidad de los españoles que el Gobierno no nos procure ni los medios legales ni la gasolina para quemarnos a lo bonzo delante del Congreso. Y, francamente, cuestiones morales aparte, no me irán a decir que un cóctel de barbitúricos es una muerte más digna que abrirse en canal con una catana.
Pero es que luego están también los masoquistas, es decir, los desviados que disfrutan carnalmente cuando se les causa algún sufrimiento físico (o sea, como los de las escarificaciones nalgares de Malasaña… ¡Es que es una noticia que da un juego!) a lo mejor hay ciudadanos de este país, no necesariamente todos homosexuales, que no quieren morir dulcemente chupando un caramelito de morfina, sino que quieren una muerte bien dolorosa y bien sanguinolenta. ¿Por qué el Gobierno Sánchez condena a los activistas y a los masocas a ser ciudadanos de segunda clase?
Hay una serie de dibujos animados para adultos bastante interesante que se titula Futurama (se la recomendaría de haberla visto; pero ya saben que Gildo García-Vao es un tradicionalista muy de la vieja escuela y sin tele). La serie está ambientada en un (¡oh, sorpresa!) mundo futurista: en concreto, la Nueva York del año 3000 (Nueva Nueva York en la ficción). Mundo posmoderno donde, no obstante, subsisten retazos de religión (incluso un aún pujante catolicismo intergaláctico), pero donde la cursilería de la eutanasia y «la ayuda para morir dignamente» (i.e., «asesinato legal») nunca han sido objeto de debate para una sociedad que acepta en sus calles la existencia de cabinas públicas…de suicidio.
Su funcionamiento es simplicísimo, como el de una cabina de teléfonos de las ya antiguas. Y me van a permitir un excurso, porque sé que hay lectores de La Esperanza que nacieron ya en plena era de los teléfonos móviles. Una cabina de teléfonos es una especie de garita, pintada de vivos colores y situada en plena calle, donde al abrigo de oídos indiscretos y por un módico precio, podía usted hablar con su tía Eufrasia, la del pueblo y escucharle decir, como tan a menudo dicen sin pensar los viejos, que ya está cansada de vivir. Si usted fuese un heredero desalmado podría poner en marcha los protocolos de eutanasia, pero poco más. Con las futuristas cabinas de suicidio, la tía Eufrasia entra, «cansada de vivir» como está y la amable voz de una servicial señorita mecánica le preguntará qué tipo de muerte desea recibir: «¿Rápida e indolora o lenta y dolorosa?» La tía Eufrasia podrá elegir lo que mejor convenga a sus inquietudes personales. La serie no lo muestra, pero suponemos que una vez ejecutada el-forzosamente-satisfecho cliente cae por una trampilla y una borrasca de lejía baña el habitáculo porque, eso sí, las cabinas de suicidio siempre impolutas.
Este invento del mundo del futuro sólo tiene una «pega» −que me remite a mis sospechas sobre el sadismo oculto de nuestros capitostes−y es que, elija usted lo que elija parece que siempre le matan a uno de manera «lenta y dolorosa» (que consiste, para las mentes perturbadas que se lo estén preguntando, en un despliegue de artefactos de tortura que incluye un sacacorchos gigante, una motosierra, descargas eléctricas y, para rematar, un navajazo en el abdomen) y, encima con recochineo, porque la amable señorita mecánica remata, al terminar: «Está usted muerto.»
Quizás al enfermizo empresario propietario de las cabinas de suicidio le gusta pensar que sus clientes (el prototipo de «una y no más»), además de pagarles por lo que en tiempos de Sánchez era un servicio público gratuito, se van de este mundo entre terribles sufrimientos. No me consta que a los suicidas de Nueva Nueva York les graben, también, en la retaguardia la palabra «maricón» pero todo es posible.
En fin, quizás sea mejor que la ley de la eutanasia no nos ofrezca más que una sola modalidad de muerte, la «indolora» (que habría que verlo) y aséptica. Correríamos el riesgo, si no, de que al final todas las eutanasias las practicara, como medida antiestrés, algún ministro con un machete (pienso en algunos en particular).
¿Y cómo-me dirán los menos jóvenes-hablando de cine y de morir en cabinas no se le ha ocurrido, Don Gildo aquel terrorífico corto de José Luis López Vázquez, precisamente La Cabina?
Hombre, pues muy fácil: en el corto, el pobre López Vázquez no quería suicidarse, ni estaba «cansado de vivir», ni nada semejante. Acababa encerrado, contra su voluntad, en un horrible y minúsculo habitáculo, en medio de un hangar lleno de otros horribles y minúsculos habitáculos que en su interior albergan (o albergaron otrora) gente tan desgraciada como él. A la cabina de La Cabina uno no entra para suicidarse, uno entra y, al cabo del tiempo, no le quedan más que dos cosas que hacer: suicidarse (sin ayuda) o morirse del asco.
Yo diría, ya que me preguntan, que puestos a establecer una comparación, como entre eutanasia y cabinas de suicidio, la cabina de La Cabina se parece, de manera impresionante, a una residencia de ancianos.
G. García-Vao