La «Ley» de Presupuestos y el viejo orden jurídico tributario (y III)

Portada del impreso de una Escritura de Millones de un servicio otorgado en las Cortes de Castilla de 1632

Todos los intelectuales del moderantismo o racionalismo historicista, desde Martínez Marina (uno de los padres fundadores de esta corriente) hasta S. M. Coronas González (uno de sus máximos exponentes actuales), yerran en su espuria interpretación liberal al tratar de la esencia de las antiguas Cortes y de sus atribuciones, no entendiendo, en el tema que nos ocupa, la substancialmente diferente naturaleza jurídica entre el impuesto y el servicio. Cierto que en ocasiones los Procuradores intentaron cambiar la práctica consuetudinaria en el modo de votación del servicio a fin de lograr un cierto «dominio» sobre el Monarca, pero siempre les era denegada esa innovación por el Rey. Es el caso, p. ej., de las Cortes de 1520, 1523 ó 1525: en las de 1523, uno de los Procuradores por Granada, licenciado Juan Rodríguez de Pisa, solicitó del Rey que, antes de votar el servicio, atendiera antes las Peticiones presentadas, pero D. Carlos rechazó ese método por ir en contra de los usos tradicionales «pues sabeys que siempre se acostumbra primero hablar enlo del serviçio», y porque, de hacerse lo contrario, «los malos se olgarían e ternían ocasyon de dezir que lo que os conçediere e otorgare [en las Peticiones], lo hago porque me deys el serviçio».

Finalmente, también los moderados historicistas tratan de encontrar algún precedente del sistema liberal presupuestario en ciertos controles que ejercían los Procuradores en lo referente a la gestión del servicio. En efecto, el aumento de las necesidades financieras de los Monarcas provocó que, lo que antes podía ser una sola solicitud puntual de una cantidad o tanto alzado determinado para un caso particular, se consolidara de una manera permanente y ordinaria. En ese caso, se requería la prórroga del servicio por las Ciudades, a fin de mantenerlo vigente. Es importante insistir en este punto de su voluntariedad y constante consentimiento, con independencia de que los métodos de su recaudación, o los hechos y bienes sobre los que se imponía, coincidieran externamente con los de un impuesto stricto sensu. Ése es el origen, p. ej., de lo que se conoce como «servicio de millones», otorgado en las Cortes de 1588-90, y que se prorrogaba cada seis años. Se encargó su administración y recaudación a la Diputación de Castilla (llamada Diputación de Castilla, León y Aragón, tras las Cortes de 1712-13). Esta institución había sido creada en virtud de la Petición 16 de las Cortes de 1525, dedicándose desde 1536 a la administración de las rentas del encabezamiento general de las tercias y alcabalas. Para un control más efectivo en el «repartimiento» y destino preestablecido del servicio, se estipulaban unas «condiciones generales» en un instrumento o documento público llamado «Escritura de millones», y cuya supervisión en su cumplimiento pronto pasaría de la Diputación de Castilla a una «Comisión de Millones» nombrada por ella, que actuaba en colaboración con los Contadores de Hacienda. Esta Comisión acabaría integrándose en la «Sala o Cámara de Millones» del Consejo de Hacienda en 1658. A su vez, hay que señalar que fue también tema de discusión entre los teólogos-juristas el de si existía obligación por el Monarca de aplicar el montante del servicio a la finalidad específica preasignada que justificó su solicitud, o si tenía el Rey libertad para emplearlo discrecionalmente una vez recibido. En todo caso, insistimos en el hecho de que todas estas disposiciones y actos no guardan relación esencial alguna con la institución innovadora del Presupuesto votado en «Cortes» inaugurado en Cádiz.

Por supuesto, no negamos tampoco la necesidad de reforma que requería el sistema prerrevolucionario de la Hacienda Real, ciertamente susceptible de mejoras como bien señalaba Magín Ferrer (op. cit.) en su crítica razonable y constructiva: «Todos sabemos la parte que en los últimos reinados tuvo en el vasto ramo de contribuciones y arbitrios la Diputación de millones, compuesta de individuos que al cabo se acostumbraron a un sistema rutinario […]. Las bases [para la reforma] debían ser: dejarse al arbitrio de cada provincia y al de cada pueblo el establecimiento y la recaudación de los impuestos con los cuales se había de acudir a las necesidades del Reino; y alejarse, en cuanto lo permitiese la prosperidad y la paz general, de todos los caminos que se dirigían a centralizar los fondos». Ésta fue, por desgracia, la deriva en la que caía el sistema de recaudación general (tanto de los impuestos, como de los servicios), en donde el protagonismo en su administración fue pasando de los Procuradores (no excluidos nunca formalmente de esta tarea) a los Contadores y empleados de una Hacienda que, más que servir al Rey, se iba adscribiendo a un nuevo ente corporativo e impersonal llamado Estado, separándose paulatinamente del Tesoro Real.

Félix M.ª Martín Antoniano