La importancia de llamarse Teresa de Jesús

El otro día me preguntaron si era «políglota». Como aquí no se trata de contar mis intimidades, no les voy a desvelar el misterio. Pero el vocablo en cuestión nunca me ha gustado: ¡hay tantas cosas feas que son «poli» algo!: poliamor, polideportivo, politoxicomanía, poligamia… Y esos espantosos verbos polirrizos. Algo tiene que significar. Aún no sé muy bien el qué. Porque, como no soy polímata, yo me dedico al periodismo, no a la filosofía. Pero la pregunta me despertó ciertas consideraciones sobre las lenguas que vinieron a ser iluminadas por la siempre sorprendente Santa Teresa.

Reconozco que me gusta Oscar Wilde, supongo que ya lo sospechaban por mi decisión de librarle de mi proyectada quema de pecadores públicos tras el affaire Malasaña. También he de confesar que comencé a disfrutarlo mucho más cuando fui capaz de prescindir de las traducciones; no por un prurito de pedante bilingüismo (que siempre me ha sonado más al hecho de tener dos lenguas que al hecho de hablarlas), sino porque ello me permitió, por ejemplo, descubrir el muy desconocido juego de palabras que explica y da nombre a «La importancia de llamarse Ernesto». A lo mejor ustedes ya lo conocen: resulta que Ernest (Ernesto en inglés) se pronuncia «earnest» que significa “formal”; la obra se titula, literalmente, «La importancia de ser Ernesto», perfectamente traducible también por «ser formal». Saber idiomas es muy útil. Y, a la vez, una gran pérdida de tiempo.

cartel de la película «La importancia de llamarse Ernesto»

A todo aquel que postule, por sus palabras o por sus hechos, alguna suerte de «redención por el conocimiento» y, más particularmente, de «redención por el plurilingüismo», le invitaría a leer la «Vida» de Santa Teresa de Jesús. Me dirán, claro, incluso antes de conocer mis argumentos, que la Mística Doctora no puede ejercer función de autoridad más que para un católico. Cierto. Pero los musulmanes no creen en la redención; los protestantes y los judíos no la necesitan; los budistas no creen que haya nada que merezca ser redimido. Y los ateos, según parece, son perfectamente capaces de redimirse a sí mismos. En efecto, no malgastemos argumentos. Ni a Santa Teresa.

A mucha gente, sobre todo a los católicos más jóvenes (y tómese el sintagma en todos los sentidos que se quiera) les parecerá increíble y un obstáculo claro a la santidad, pero Santa Teresa jamás de los jamases escuchó una Misa en español. No, pobre mía, tenía que contentarse con esa lengua arcaica, misteriosa, muerta (bueno, no en época de Santa Teresa, ciertamente) que es el latín. Y aún diría más, para aquellos que piensan que los «nostálgicos» de la Misa de siempre conforman una especie de sindicato de catedráticos de Filología Clásica: Santa Teresa no sabía latín.

Esto lo digo porque hay mucha gente que dice que la Misa de siempre «es bonita (o, a veces, ni eso) pero no se entiende». Me salgo un poco del tema, pero me gustaría señalar que el hecho de comprender todas las palabras de una frase no implica, necesariamente, comprender la frase misma en toda su profundidad. A lo mejor una parte importante del anti-tradicionalismo se funda en el hecho de que muchos católicos creen que entienden lo que se dice cuando se dice: «Esto es Mi Cuerpo», «Esto es Mi Sangre». Yo, que nunca me he considerado ningún imbécil, les aseguro que, sean dichas en español, en latín o en zulú, las palabras de la Consagración me siguen pareciendo un Misterio; por no decir el Misterio. Me preocupa seriamente que haya gente que crea que las entiende: eso significa que, sea lo que sea lo que están entendiendo, han reducido la Transubstanciación a algo que está a escala humana. Y, para una Cena fraternal, no hacía falta una Encarnación…

Y perdón por el excurso: decía que la Madre no sabía latín; desde luego lo conocía suficientemente bien para responder en Misa y recitar el Breviario y sus escritos nos revelan que había aprendido a pronunciarlo correctamente (a la manera tradicional castellanizado, empero, sin pedanterías italianizantes ni erasmiano-neoclásicas). Así, narrando el piadoso y edificante tránsito de San Pedro de Alcántara, la Santa nos dice que con su último aliento recitó “el salmo de letatum sum yn is que dita sun miqui (sic), esto es, el salmo 121, laetatus sum in his quae dicta sunt mihi. Santa Teresa hace un pleno al ocho con el versículo y, sin embargo, supongo que haría falta una monumental osadía para cuestionar su santidad, a pesar de su mal latín.

Cierto, no todos estamos llamados a ser Santa Teresa; no todos podríamos permitírnoslo, tampoco. Incluso es posible que aún quede alguien en este planeta que tenga la obligación de saber latín (y no, no, no miren mucho a los eclesiásticos…).

¿Dónde quiero ir a parar? Santa Teresa, que se describe a menudo como «mujercilla ruin, flaca y temerosa» y «sin letras e ynorante [sic]», que no sabía de latín más que lo justo para poder cantar los oficios; y, de español, lo necesario para escribir algunos de los textos más farragosos, más sublimes, más elípticos y cuajados de paréntesis interminables, más fervorosos, más humanos y más divinos que se han escrito jamás en nuestra lengua. Quiero decir que, a Dios gracias, no es la nuestra una religión para élites letradas en la que uno se salve por la calidad y profundidad de sus razonamientos. Nadie podrá esgrimir en el «tremendo juicio» que sabía muchas matemáticas o que hablaba a la perfección diecisiete lenguas muertas. No hay más redención que por la caridad. Y, sin embargo, cuídense quienes han de saber y enseñar y, sobre todo- bien insiste en ello nuestra Santa- los pastores de almas de «tener muchas letras» pues si el saber, por sí solo, no hace al hombre salvo, la ignorancia puede ser, amén de madre de muchos males, un grave pecado en sí mismo. Y ninguno queremos que en el día de mañana, como a la pobre Marizápalos de la canción-de época teresiana-, nos cojan «en un mal latín».

Lejos de mí invitar al lector al cultivo formal del analfabetismo. No se trata aquí, como decían los simpáticos «abecedarianistas» del siglo XVI de no molestarse en aprender a leer porque, si Dios puede (como decía Lutero) iluminar la inteligencia de los fieles para que adquieran, sin mediar iglesia alguna, un conocimiento cierto de las Escrituras, también podrá, perfectamente, infundirles las Escrituras mismas y su recta interpretación sin mediar lectura alguna. No, se trata de devolver cada cosa a su lugar; y la ciencia toda, incluida la teología, ocupa un espacio bien determinado en la economía de la salvación.

La Mística Doctora no sabía latín y, no obstante «Laetata est in his quae dicta sunt ei: in domum Domini ibimus».

Lady Augusta Bracknell

Quizá el lector me diga ahora, parafraseando a la tía Augusta de la obra de Wilde:

«-Querido Gildo: me parece que empiezas a dar signos de misticismo…

-¡Al contrario, querido lector! ¡Acabo de darme cuenta de la importancia de llamarse Teresa de Jesús!»

G. García-Vao