El horizonte y Greta Garbo. En el 517º aniversario de la muerte de la reina Isabel La Católica.

Greta Garbo interpretando a Cristina de Suecia

El aplaudido final de Cristina de Suecia, clásico de la historia-ficción, es una prueba documental de que si, fuere posible un «duelo de miradas» entre el horizonte y Greta Garbo, lo ganaría la Garbo. Qué mira, asida a la borda de su nave, con esa mirada límpida y profunda, capaz de subyugar tanto a la nobleza sueca como a los delegados comunistas de «Ninotchka», no lo sabemos ni, seguramente, lo sepamos jamás.

Hoy se cumple el 517º aniversario del dolorosísimo tránsito de una de las reinas más católicas de la Historia. Sin miedo a exagerar, creo que podríamos hablar de ella como la mujer más importante de la Cristiandad por detrás (y a inconmensurable distancia) de Nuestra Señora. Me refiero, claro, a la Reina doña Isabel I de Castilla y de León (y un largo etcétera), fallecida tal día como hoy de lo que se cree pudo ser un cáncer uterino en Medina del Campo en el año de Nuestro Señor de 1504. De su virtud y más que probable santidad dan constante testimonio sus contemporáneos (desde el Almirante hasta el Venerable Francisco Jiménez de Cisneros, pasando por el Rey don Fernando, su esposo): de su empeño misionero, la impronta profundamente católica dejada por los españoles de aquí y en las Españas de allá (permítanme que hable como el castellano que soy) fecunda en santos, ya reconocidos oficialmente (como Rosa de Lima, Francisco Solano, Juan Diego y Toribio de Mogrovejo, entre muchos), ya en trámites para serlo (como los obispos Vasco de Quiroga y Juan de Palafox). De sus cualidades como esposa y como madre (de sus hijos y de sus súbditos) da fe su Testamento. En cuanto a su importancia capital en la historia del mundo y, más en particular, del mundo cristiano, no hay mejor prueba en su favor, me parece, que el silencio, la indiferencia y el desprecio con que un mundo ya no cristiano se permite tratarla. Sí, pues, en cuestiones de moral, muy a menudo la contradicción de los malos es prueba de buena fe.

Es muy probable, no obstante, que nunca veamos a Isabel en los altares. Una vez oí al arzobispo de Granada –y sirva esta anécdota para probar que también reconocemos cuándo nuestros obispos actúan bien y con coraje-, decir que si queríamos ver a Isabel canonizada, debíamos procurar «no ser demasiado indignos de ella». Supongo, pues, que si el arzobispo está en lo cierto, nunca veremos tal día. Hay que rezar y no desesperar porque algún día las Españas recuperen el impulso isabelino que llevó a sus Tercios a conquistar el mundo para Dios y a sus místicos a conquistar el Cielo para el mundo. Entre ambas empresas misioneras, cada una a su modo, Isabel rezaba su Libro de Horas y firmaba las Capitulaciones de Santa Fe; fundaba San Juan de los Reyes y proveía los fondos para el Gran Capitán; ponía a rezar al Rey y enviaba al Cardenal a la Cruzada. Isabel es, en fin, si me permiten la licencia de rendido admirador, la encarnación del ideal hispánico de la Monarquía Católica, de no-tan-Pequeña Cristiandad: ni del Estado que pone a su servicio la fuerza de la religión –haciéndose, por tanto, él mismo un dios para sus súbditos–; ni del piadoso papanatas incapaz de distinguir el dominio espiritual del temporal. Las Españas de los Reyes Católicos no podían dejar de ser católicas; máxime cuando la unidad de la fe era el nexo de unión entre los diversos reinos y señoríos; pero tampoco pretendían convertirse, como algunos ignorantes han sugerido, en una suerte de teocracia, en una provincia de los Estados Pontificios ni en una especie de Estado totalitario reemplazando la Gestapo por la Suprema.

Hay, en la Historia hispana, una cierta recurrencia del hambre de grandes empresas. De ese «más» de San Ignacio de Loyola; en fin, de ese «Plus Ultra» de nuestro escudo de armas. Los españoles, se dice, no han sido grandes inventores ni grandes científicos; las grandes exploraciones de los siglos XIX y XX (al parecer, las únicas importantes), a saber de los grandes desiertos, ya gélidos, ya arenosos, ya no fueron, tampoco, cosa de españoles –aunque a lo mejor un cierto Gabriel de Castilla tendría algo que objetar–. Me van a perdonar pero ¿qué vale una lavadora, o una bombilla, o un mapa detallado del Estrecho de Bering frente a un alma que necesita ser salvada? Quizá si fray Junípero Serra se hubiera limitado a escribir un catálogo de las tribus de la Alta California en lugar de fundar la misión de San Francisco, hoy ocuparía un puesto destacado entre los grandes antropólogos de la historia y nadie querría derribar sus estatuas. Quizá también, nunca habría habido católicos en California; ni habría habido California, ya que estamos. Ni estatuas.

La reina Isabel la Católica

Es cierto, parece que las grandes empresas de la Historia hispana están todas transidas–al menos en su intención, pues luego los débiles hombres pueden corromper todo– de un anhelo de gloria sobrenatural que ha hecho decir a algunos–nada sospechosos de catolicismo– que España fue, en muchos momentos de la Modernidad, más católica que el Papado; o, sin entrar en comparaciones, que «si Isabel hubieses sido monja, habría sido Santa Teresa; y si Santa Teresa hubiese sido reina, habría sido Isabel».

Tampoco veremos nunca, me temo, a una «Isabel la Católica» a la altura de la «Cristina de Suecia» de la Garbo. La Garbo era luterana y aunque la Reina Cristina dejó de serlo, nunca fue tan católica como para que no pudiésemos intentar abordar el personaje, de un cierto modo, dejando la religión a un lado. Ese no es, ciertamente, el caso de nuestra Isabel. Como hemos visto y seguimos viendo que sin la fe no hay Hispanidad –no hay, siquiera, España– sin la Santa Religión se convierte a Isabel en un ridículo intento de jacobina avant la lettre. Tampoco hay, por otra parte, ni Garbo ni nadie que pueda interpretar a la Reina Isabel como para hacerle justicia.

Nada nos impide, empero, imaginarnos a la Reina Católica en la proa de una nave empavesada con las armas de Castilla y Aragón, adornadas sus velas con la cruz de Santiago; mirando fijamente al horizonte, un crucifijo en una mano y enhebrada a su esposo con la otra. ¿Y avizorando qué, entre las olas? La Cristiandad. Y, más allá, Dios.

G. García-Vao