El igualitarismo revolucionario
Entonces se desataron las lenguas de los igualitaristas. Se llamaban Mirabeau, Petion, Dupont de Nemours, Robespierre. Estos hombres escribieron copiosamente sobre unas nuevas concepciones denominadas regeneración o purificación social. Y el 7 de marzo de 1793 la Convención nacional dictó en materia sucesoria un decreto arbitrario: «queda abolida la facultad de disponer de los propios bienes tanto mortis causa como inter vivos por donación contractual en línea directa; en consecuencia, todos los descendientes recibirán una porción igual sobre los bienes de los ascendientes». De esta manera, la República naciente que se jactaba de defender la libertad y de servir al individuo, amordazaba al testador en beneficio del Estado revolucionario imponiéndole su propia ideología, en este caso la igualdad absoluta. El resultado de tal ley fue bastante evidente: a menos de ser propietarios de tantos bienes y tierras como hijos tenían, los padres tenían que vender el patrimonio familiar para poder indemnizar a sus menores nacidos. De esta manera, los bienes patrimoniales conservados durante siglos quedaron abocados a la disgregación. Los efectos de esta nueva legislación fueron dramáticos: no sólo incitaba a limitar los nacimientos por razones económicas, sino que dejaba en las manos de los menores nacidos la cizaña fratricida más mortífera.
La finalidad de la Revolución Francesa se había logrado. Iba a tener lugar la lenta demolición de los patrimonios familiares; porque la igualdad absoluta y obligatoria de los hijos no era más que un pretexto a los ojos de los legisladores. Con la expresión «progreso de la humanidad» ponían en primer plano como objetivo prioritario la destrucción del ejercicio de la autoridad paterna, la aniquilación de la familia en su concepción patriarcal y el rechazo a la vinculación a un pasado que ellos odiaban tanto, que intentaban inocular en la mente del hermano insumiso el fermento de unos celos carentes de fundamento. La Revolución, tan cínica, convirtió a los menores nacidos de las mejores familias, y muy a pesar de ellos, en sus más fervientes servidores al cultivar las malas inclinaciones de la naturaleza humana.
En el transcurso de los siglos XIX y XX los mejores de esa época, sin duda impulsados por nobles sentimientos religiosos y por el deseo inconsciente de beneficiarse de estas nuevas normas han invocado con frecuencia la idea del desprendimiento de los bienes de este mundo, asimilando de esta manera los bienes paternos a objetos de lujo reprobables, para justificar mejor el poderlos vender. Esta visión es, con todo, bastante tendenciosa. El desprendimiento verdadero consiste en considerar los bienes paternos, no como propiedades personales, sino como bienes comunes que no nos pertenecen y de los que somos administradores durante un tiempo. En sus delirios más revolucionarios, los progresistas consideraban nuestras antiguas iglesias góticas como signos de riqueza y de dispendio, de las cuales había que saberse desprender. No veían que sus muros constituían un patrimonio común, pues servían para enseñarnos y para elevar nuestra alma. De un modo semejante, nuestras casas se hallaban revestidas del sudor de nuestros antepasados para educarnos y guiarnos aquí abajo en el camino de la continuidad como aquellas iglesias nos guiaban hacia arriba, hacia la eternidad.
Sin embargo, aunque los utópicos de una humanidad regenerada querían suprimir las casas natales y que los campanarios cayeran en el olvido, sus herederos se las ingeniaron para hacer tabla rasa del pasado suprimiendo incluso las sepulturas, por ser el centro último de unidad familiar, pues manifestaba su continuidad en un lugar de oración común junto a una lápida. A medida en que se iban vendiendo las residencias secundarias, las tumbas que estaban junto a ellas se iban olvidando, y las distintas generaciones que las acompañaban quedaban separadas inexorablemente; entonces la administración empezó a dudar si mantener aquellas concesiones a perpetuidad; además, la muerte es vergonzosa y debe ser barrida, como el viento dispersa las cenizas de aquellos que han sido incinerados. Todo debe conducir a que nuestros contemporáneos sean seres desarraigados, sin pasado.
¿Quedan soluciones?
Veamos, frente a los efectos del veneno corrosivo revolucionario que persigue que los ciudadanos sean como barcos sin puntos de amarre, bogando sin rumbo al son de las sirenas de este mundo, los franceses aún tienen varias posibilidades para conservar las herencias recibidas del pasado y para transmitir algunos puntos de anclaje a sus descendientes. Ya es enorme el trabajo de aquellos padres que buscan que sus hijos crezcan bajo la mirada de Dios. En la medida de las posibilidades económicas que les queden después del cumplimiento de sus objetivos primordiales y necesarios, su labor puede verse completada por una serie de decisiones de tipo patrimonial que los vinculen a un hogar y a unos terrenos, que después de su muerte podrán unir a sus miembros en una morada común que tenga un espacio para acoger los restos de los difuntos y para recibir las oraciones de quienes los sobreviven. Ciertamente la legislación revolucionaria dificulta la perennidad de tales designios, pero si no son adoptados, se pondrá en riesgo la unidad de la familia, pues el príncipe de este mundo sembrará el vicio de la discordia allí donde los padres no hayan dejado nada preparado.
¿Es prudente abandonar a los propios herederos a luchas fratricidas que los alejarán de la fe porque la despreocupación e ignorancia conducen a no dejar un deceso bien preparado? Pues la muerte golpea en cualquier edad, y algunas muertes pueden ser prematuras. Como las vírgenes prudentes de la parábola, los cristianos buscan consejo, saben prever las diversas situaciones familiares y no esperan a que les estén llevando el santo Viático para tener en cuenta las distintas posibilidades que les ofrece el derecho en materia sucesoria. Aunque la Revolución ha impuesto un igualitarismo asfixiante, las reformas realizadas durante el siglo XIX lo han matizado algo por medio del código civil. Así, permiten que los padres beneficien a uno de sus hijos de la parte de libre disposición; la cual será variable en función del número de hijos, pero que podrán asignar a voluntad, lo que podría contribuir a conservar un patrimonio amenazado por una igualdad desmesurada y sacralizada. En los últimos siglos los más heroicos entre los hermanos y hermanas lo han sido hasta el punto de renunciar pura y simplemente a la sucesión de sus padres por el bien común; pues que uno de entre ellos conservara el patrimonio transmitido era la única manera de desactivar el igualitarismo impuesto. El derecho deja algún resquicio para evitar una fiscalidad aterradora que arruine el patrimonio: los préstamos en vida, la adopción de sobrinos o de hijos de amigos para el caso de los que no los tienen. Disposiciones testamentarias imponiendo la financiación de obras exentas de impuestos que no tendrían que pagar los hijos. Pero todo esto exige una reflexión previa que choca con el tabú de la muerte y que en ocasiones tiene que superar el amor propio.
Una de las reglas de la Tercera Orden de San Francisco impone a sus miembros la redacción de testamento para evitar las querellas de familia. La Iglesia no considera algo anodino esta preparación de las últimas disposiciones, y está lejos de ver en la despreocupación un signo de desprendimiento de los bienes de este mundo; al contrario, llama al cristiano a que evite los problemas que podrían causar sus bienes, al organizar una distribución correcta entre quienes se quedarán en este mundo. La Revolución busca la ruina del patrimonio familiar para obtener beneficio del consumo del individuo. Por el contrario, el espíritu de la Francia cristiana invita a conservar los bienes para desprenderse mejor de lo que ya hemos planeado dar; y más que considerarse el propietario, tenerse a uno mismo como un huésped que está de paso aguardando con sabiduría una eternidad bienaventurada.
Côme de Prévigny