Francisco Savalls y el 20-N

Francisco Savalls en Besalú, por Ferrer Dalmau

El pasado 20 de noviembre, con motivo del aniversario de la muerte del general Savalls en 1886, La Esperanza publicaba la carta que Don Carlos VII le escribiera durante la Tercera Guerra Carlista. La lectura de la carta, que no tiene desperdicio, me ha suscitado algunas reflexiones en torno a la oportunidad de celebrar tan desconocida efeméride entre los españoles.

El 20-N es una fecha señalada en el calendario de parte de la sociedad española: los aniversarios de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera sirven a unos y otros para reivindicar o condenar según convenga. No es mi intención polemizar con franquistas y falangistas, y tampoco con quienes los utilizan como espantajos desde la decadente democracia liberal. Mi intención es poner de manifiesto lo que la efeméride de la muerte del general carlista, desconocida para el gran público de nuestros días, representa frente a unos y otros; a saber, la genuina reacción católica y española.

Son muchas y a menudo contradictorias las versiones que de Francisco Savalls han bosquejado amigos y enemigos; nuestro hombre será un soldado quijotesco o un bandolero sanguinario según el mayor o menor pábulo que demos a los rumores que circularon durante su vida y tras su muerte, aunque no pocos se demostraron falsos desde la primera hora. Sin embargo, unos y otros coinciden en subrayar la admiración que despierta la complejidad de su personalidad, profunda hasta el misterio, marcada por el hierro incandescente de la guerra.

Savalls nunca fue un hombre para la historia: ni vivió en el siglo más turbulento de España, ni luchó en todas las guerras en que un hombre pudo luchar, ni murió en el exilio de los proscritos para que los demás hablaran de él; no hay en su ejecutoria un solo trazo de vanidad que empañe la sinceridad de sus ideales y su inmaculada lealtad. Partidarios y detractores han visto en sus medios muchos defectos, pero nunca jamás un vicio en sus fines.

Es posible que esta admiración por Savalls sea incomprendida en nuestros días. Donoso Cortés decía al Conde de Montalembert que «las revoluciones son los fanales de la Providencia y de la Historia; los que han tenido la fortuna o la desgracia de vivir y morir en tiempos sosegados y apacibles, puede decirse que han atravesado la vida, y que han llegado a la muerte, sin salir de la infancia».

Nuestro hombre, en cambio, salió de la infancia tan pronto como pudo coger un arma y luchar junto a su padre y sus hermanos en la Primera Guerra Carlista. Su padre, Juan Savalls y Barella, coronel de  Don Carlos V, murió en Vidrá (Gerona) como consecuencia de una herida causada en la batalla de San Quirico de Besora. Cuentan que murió en los brazos de su hijo, aunque debemos creer que es una leyenda más de las que rodean a Francisco y que le han convertido en un personaje casi mítico. En cualquier caso, Don Carlos VII se encargó de recordárselo así durante la Tercera Guerra en la ya mencionada  carta: «Viste morir a tu padre en defensa de los buenos principios, y por ellos te ve ahora despreciar la vida y desafiar la muerte tu querido hijo Carlos».

La Providencia dispuso, por tanto, que Francisco Savalls perdiera un padre para que la guerra ganara un hijo, y desde entonces el ampurdanés no conoció otra paz que los efímeros minutos de descanso que las batallas dejan entre sí. Luchó de nuevo por nuestra tríada en la Segunda y Tercera Guerra Carlista y, entre medias, también al servicio del Duque de Módena primero y como capitán de los Zuavos Pontificios al servicio de Pío IX después. «Tú comprendiste —le dice Don Carlos— el lazo estrecho de unión que media entre la causa carlista y la causa de la soberanía temporal del Romano Pontífice. Por eso repartiste tu vida entre los campamentos de la legitimidad española y los campamentos de los voluntarios del Papa». El propio Savalls dijo: «Hemos levantado el católico pendón de Castilla enfrente de la cruz de Saboya, cruz que no es la de Cristo ya, sino la enseña sacrílega de un rey excomulgado». Según recoge el Barón de Artagán, poco antes de partir de nuevo a España desde Roma para luchar por tercera vez al servicio de otro Carlos, el Papa le dijo: «Id, hijo mío; marchad confiado y nada temáis por vuestra alma y por vuestro cuerpo».

Durante la Tercera Guerra Carlista, Savalls y sus hombres mantuvieron la campaña en Cataluña con insuperable bravura y admirable desprecio de la muerte. El general liberal Nouvilas lo declaró así en el Congreso de los Diputados en 1872: «Savalls en Gerona, con sólo cuatrocientos hombres es completamente árbitro, y cobra contribuciones hasta en pueblos donde la facción jamás había entrado». Sin embargo, es en esta época en la que más problemas tuvo con sus correligionarios. Destacan las desavenencias con el Infante Don Alfonso Carlos y las acusaciones de no socorrer a los carlistas durante el sitio de Seo de Urgel (aunque sobre esto último no faltaron quienes le defendieron). También le llegaron a acusar de traición, pero salió absuelto del correspondiente consejo de guerra. Pese a todo, el general Savalls no dejó de contar con el apoyo del Rey: «¡Adelante, pues, querido Savalls! Comunica tu valor y tu aliento, difunde tu fe, tu esperanza y tu entusiasmo; arranca de tu corazón y derrama sobre los demás una parte del fuego santo que atesora tu pecho».

Francisco Savalls encarna el ideal de la Contrarrevolución española, sin rastro de heterodoxia y sin desviaciones extranjerizantes, en su expresión más pura y sincera. «En nuestra noble España —escribió a los españoles—, desde el fiero saguntino hasta el bravo gerundense, desde Viriato, guerrillero como yo, hasta Mina, guerrillero como Viriato, todos, todos los hijos de este heroico pueblo han mamado al pecho de sus madres el odio al extranjero, han crecido en este santo odio siguiendo la tradición de sus padres, y han muerto, cuando no luchando en guerras de independencia, odiando en paz solemne, como un reposo de lucha, todas las dominaciones del extranjero yugo». Palabras severas que recuerdan a las de Matatías: «Aunque todas las naciones que forman el imperio del rey le obedezcan hasta abandonar cada uno el culto de sus padres y acaten sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos en la alianza de nuestros padres».

Y es que Savalls, como los macabeos, se mantuvo en la alianza de sus padres contra el rey extranjero que había jurado la impía Constitución de la libertad de cultos. Fue, en palabras de Don Carlos, «la personificación del heroísmo de muchos, que se baten con indomable bravura, con entusiasmo sublime, por su Dios, por su Patria y por su Rey». Por eso, cada 20 de noviembre su nombre brilla por encima del resto con la luz inconfundible de la católica España, la «luz de Trento» de la que hablara don Marcelino. No en vano, Francisco Savalls fue también «espada de Roma».

Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella