El noveno miembro del G-8, también conocido como Disney, cuando aún no tenía planes de dominación mundial sino sólo de las salas de cine, estrenó un simpático homenaje a Sherlock Holmes y a su primera encarnación en la pantalla. Basil Rathbone con un émulo roedor homónimo: «Basil, el ratón superdetective». Superdetective es a la historia de la traducción lo que una patada en el hígado para la historia del ballet, pero lo vamos a dejar estar.
El antagonista de Basil y de sus ratoniles colaboradores −y de su ratonil versión de la Reina Victoria−, es decir, el «Napoleón del crimen», el profesor Moriarty, es una espantosa e histriónica rata que respondía al nombre de Ratigan y que, paradójicamente, no respondía más que con accesos de ira incontrolable al nombre de rata. Hay mucha gente que tiene problemas con el género (y la especie), así que también lo vamos a dejar estar. Más o menos.
En nuestro extraño siglo también hay personas que parecen ratas, hacen cosas de ratas, son, como las ratas, gregarios y propagadores de plagas y, en fin, hacen gala de una etología que cualquier zoólogo que se precie calificaría sin titubeos de ratil (que no ratonil) y, sin embargo, reaccionan fatal cuando uno las describe como lo que son. Es decir: ratas.
En el filme de la Disney, amén de un variopinto cortejo de ratones facinerosos, lagartijas y otras alimañas menores, Ratigan cuenta con una poderosa y temible agente ejecutora −por el arcaico pero eficaz sistema de la deglución− que responde al nombre de Felicia; una gata gorda, torpona, mala como él mismo, bien aseada y acicalada, empero, porque pese a sus evidentes vínculos con el mundo del crimen organizado, es una gata burguesa y nueva rica.
Hay diferentes especies de humanos-ratiles, pero en todos se da el mismo patrón: en su pasado y, muy a menudo en su presente y en su futuro, hay una larga lista de acciones deshonestas, inmorales y más o menos criminales. Pienso, por ejemplo, en cierto hervidero de ratas secuestradoras, extorsionadoras, traficantes de droga y de armas, asesinos, reincidente y cobardemente asesinos que insisten y persisten en ser llamados «combatientes del conflicto vasco»; podríamos, no obstante, llegar a aceptar la terminología propuesta siempre que la mutación del significado de la palabra combatiente nos permitiera también llamar al pus «combatiente en la guerra contra el Betadine» o a los pulgones, «mártires en las Guerras de las Rosas» (nada que ver con los York y los Lancaster). Pues no, pues no: hay que llamarles como lo que son: asesinos y terroristas y, ya de paso, émulos de los nazis por propagar doctrinas de superioridad racial (y si no me creen, lean a Sabino Arana).
Hay otros, más sutiles que, como no han matado a nadie, que sepamos, y como han logrado, con franca habilidad, hacer pasar la represión del vicio por persecución política y la perversión desembridada por liberación de las cadenas ideológicas del franquismo, son generalmente considerados como menos peligrosos. Es cierto que las ratas etarras… ¡Permítaseme un escolio! Los antiguos, Platón y Filón de Alejandría, por ejemplo, pensaban que las palabras parónimas guardaban, si no un vínculo semántico evidente sí, al menos, uno profundo y quizá simbólico que había que esforzarse en desentrañar. Ahí queda eso.
Decía, por retomar el hilo, que las ratas etarras tienen representación parlamentaria y municipal diversa. Las otras, también, incluso tienen una Felicia con cartera ministerial que tiene su cojín y su comedero en la madrileña calle de Alcalá (acera de las Calatravas, no la del Banco). Es decir, que tienen armamento pesado (¡y tanto!) para contraatacar si alguien denuncia públicamente su condición de malditos roedores. Pues no son, en absoluto, menos peligrosas.
Creo que ninguna persona normal −incluso no católica− puede ser favorable a que sus hijos descubran excesivamente temprano el universo de «las intimidades de la alcoba»; dicho de otro modo, creo que no hay ni es concebible una «educación sexual inocente» para niños de seis años. El empeño es creciente y tenaz por introducir ciertos contenidos en la educación pública española. Y, en efecto, no es inocente o, puramente científico por cuanto que cargos públicos de la relevancia de toda una alcaldesa de Getafe se propone que todos los «niños y niñas tengan una vida sexual plena y satisfactoria». No voy a poner por escrito que nos parece que la alcaldesa de Getafe sea una pederasta. Y los invito a tirar de hemeroteca, porque ni es su única frase célebre, ni es la única portavoz de este creciente movimiento. Pero permítanme que yo no continúe, porque si hay frases «ofensivas para oídos piadosos», también las hay para bolígrafos decentes.
Esta guerra ya está en marcha y ya hemos sido advertidos, por ejemplo, por personas tan poco sospechosas de tradicionalismo reaccionario y cavernario como Lidia Falcón. Esta guerra se va a librar de una manera muy perversa y muy bien calculada: su fin es la desaparición o, al menos, la reducción de la «edad de consentimiento» −fijada en España a los 16 años− con una inteligente, sostenida y constante campaña de hipersexualización de los menores por parte de las instituciones con el apoyo impagable (aunque, sin duda, no impagado) de medios y redes, acabarán siendo las propias víctimas, los menores, quienes se levanten contra una restricción tan arbitraria al «libre desarrollo de su personalidad»
A lo mejor, tras escribir esto, me despierto mañana todo vestido de negro y con sombrero de peregrino del Mayflower en la cabeza, pero no concibo que se puedan impartir clases de onanismo a críos de diez años sin albergar ya oscuras intenciones, ya desórdenes graves de la personalidad, ya ambas cosas. No me parece estar diciendo ninguna locura.
La solución, por cierto, no parece ser un pin. No sé qué significa en castellano vocero el vocablo pin, pero en castellano leal, un pin es un pequeño prendedor o escarapela que, con la ayuda de un pincho, se coloca sobre la boina o sobre la chaqueta; en la medida en que un pin puede ser un distintivo, el famoso «pin parental» me parece un excelente detector universal gratuito y público de «padres fachas»; utilísimo. Para las izquierdas. Además, un padre católico- que no prejuzgo que sean los de VOX…- debería, digo yo, considerar también eso del bien común: no se trata de que yo, porque me lo manda mi razón kantiana, tenga derecho a preservar a mi hijo de la impudicia y de las inmundicias ideológicas; se trata de que no haya ni impudicia ni inmundicias ideológicas al alcance de los hijos de nadie.
Cuando VOX diga: «¡Ay! ¡No quiero cruzar la calle por no mancharme los zapatos de barro!», el carlismo debe responder sacando las escobas.
Querido lector, cueste lo que cueste, en honor a la Verdad, llamemos a las cosas por su nombre: al ratón, ratón; al gato, gato; al de VOX, liberal; al etarra, asesino; y a esos simpáticos pederastas que buscan reconocimiento legal… ¡Ratas de alcantarilla!
G. García-Vao