Que la salutación canónica entre los españoles terminara siendo: «Ave María Purísima, sin pecado concebida», no es una casualidad accidental, sino fiel reflejo de la defensa de una verdad que ha constituido como una segunda piel o naturaleza en todas las sociedades y pueblos españoles, formando en el solar hispánico una atmósfera fuera de la cual era imposible la respiración. En correspondencia con esta realidad, los Reyes legítimos españoles compitieron entre sí por conseguir de la Santa Sede el tan ansiado reconocimiento del dogma mariano, y confirmaban con sus actos gubernamentales y legislativos la devoción popular, hasta llegar al momento culmen de la proclamación de la Virgen María en su advocación de la Inmaculada Concepción como Patrona de los Reinos hispánicos, en compañía del Apóstol Santiago. En contestación a las numerosas representaciones escritas recibidas de distintas corporaciones civiles y eclesiales, el Rey instruyó al Obispo de Cartagena, Presidente de las Cortes convocadas en Julio de 1760, para que propusiera a los Procuradores la realización de un Petición formal, los cuales acordaron «se suplicase a S. M. se digne tomar por Abogada y Patrona de estos Reynos y de las Indias […] a esta Soberana Señora en el misterio de la Inmaculada Concepción […] y solicitar Bula del Sumo Pontífice, con aprobación y confirmación de este Patronato, con el rezo y culto correspondiente», pues, entre otras razones, a esta «devoción se atribuye la felicidad de estos Reynos en la conservación de la pureza de la fe y religión católica, sin mezcla alguna de los errores y sectas de que están inficionadas otras monarquías».
El Rey dio inmediato traslado de la solicitud a su Embajador ante la Santa Sede, Manuel de Roda, quien tuvo que vencer las reticencias de Roma para la concesión del Patronato con ese título. Desde Sixto IV en adelante, los Papas habían reconocido el uso de términos con sentido amplio, como p. ej. «Concepción de la Virgen Inmaculada» o «Inmaculada Virgen María», pero no se atrevían a usar la fórmula inequívoca de «Inmaculada Concepción», y su posición oficial era la de dar libertad para sostener o no esa verdad, lo cual chocaba con la situación social española. Al final se aceptó la solución dada por el Cardenal Ganganelli (futuro Clemente XIV), consistente en la elaboración por el Embajador de un Memorial en que se usara la fórmula y que se insertaría en la parte expositiva de la Bula Quantum Ornamentum, limitándose el Papa, en su parte dispositiva, a realizar una concesión iuxta preces. Estas vacilaciones de Roma, decimos, pugnaban con la mentalidad social hispánica, que desde hacía mucho tiempo ya había establecido en sus ricos y variados cuerpos sociales –tanto territoriales (en su Fueros), como institucionales (en sus Estatutos)– el juramento de defender el dogma y rechazar de manera absoluta la opinión contraria. Así, en el susodicho Memorial, se recordaba que, «siendo muy pocos los vasallos del Rey Católico que no estén incorporados en alguna Orden Militar, Universidad, Ayuntamiento, Colegio, Cofradía, u otro Cuerpo establecido legítimamente, se observa en todos ellos con el mayor cuidado que, al entrar, haga cada uno juramento solemne de sostener y defender con todo celo, y hasta donde alcancen sus fuerzas, el Misterio de la Inmaculada Concepción, cuyo juramento hicieron también el mismo Rey Católico y los Diputados de los Reynos de las Españas en las Cortes celebradas en el año 1621», acordando su festejo anual a expensas públicas.
El Papa Clemente XIII expidió, finalmente, la Bula en la forma dicha, la cual fue promulgada por D. Carlos el 16 de Enero de 1761, y recopilada en la Novísima como Ley 16, del Título 1, del Libro 1. La Ley 17 recoge la norma establecida por Felipe IV en 1664 de exigir, en el juramento, las palabras «Purísima Concepción en el primer instante de su Animación», a todo graduado en las Universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid; obligación que Carlos III extendió en 1779 a toda Universidad literaria de sus Reynos (Ley 18). Por último, la Ley 19 recoge una disposición también de 1779 en que se renueva la Junta de la Inmaculada Concepción, creada en 1652 por Felipe IV para defender y preservar incólume esta doctrina.
Grandes fueron los esfuerzos de la Monarquía hispánica para que la Santa Sede se decidiera por fin a definir y declarar este Misterio como verdad revelada, y buena prueba de ello lo tenemos en los representantes españoles del Concilio de Trento capitaneados por el Cardenal Pacheco, obteniendo como fruto la exclusión de la Santísima Virgen de la declaración común recogida en el canon 5 del Decreto sobre el pecado original (17/06/1546). La definitiva proclamación por Pío IX en 1854 tiene el sabor agridulce de haberla tenido que recibir los Reyes legítimos españoles desde el exilio.
Félix M.ª Martín Antoniano