Hemeroteca (1854): El Papa declara artículo de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima

Papa Pío IX. Commons

«Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles». Con estas palabras, el día 8 de diciembre de 1854 el Santo Padre Pío IX declaraba dogma de Fe la Inmaculada Concepción de la Virgen María. La noticia corrió como la pólvora entre los principales periódicos de Europa, ya por despachos telegráficos desde Roma, ya porque unos se hacían eco de otros; así llegó la nueva a las oficinas de LA ESPERANZA, que rápidamente mandó a las prensas el titular en que noticiaba el nuevo dogma. El acontecimiento se anunció en el número del día 15 de diciembre y se desarrolló en el número del día siguiente, que hoy transcribimos para nuestros lectores con ocasión de la festividad de la Inmaculada Concepción.

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Ya ha hablado Roma, y se ha terminado toda cuestión, nos cumple decir con San Agustín. La Concepción Inmaculada de María, de creencia general en el orbe cristiano, es desde hoy un artículo más de dogma; y no será buen católico, y será condenado como hereje el que en adelante disputare sobre la verdad de este hecho o sobre la oportunidad de su definición.

Esta nueva, ansiosamente esperada por una larga serie de generaciones, llenará de la más dulce satisfacción a todos los buenos cristianos. Cumplidos están los ardientes deseos de tantos maestros insignes de la Religión, de tantos piadosos príncipes, de tantos institutos monásticos, que han suspirado durante muchos siglos por la definición del misterio que nos ocupa; habiendo quedado especialmente satisfechos los votos de la ilustre orden seráfica , que había caracterizado su escuela con la profesión de aquél, y que esculpía, con la debida autorización, en las portadas de sus templos las significativas palabras: «Toda hermosa eres, María: exenta estás de toda mancha, hasta de la original». Tota pulchra es, MARÍA, et macula ORIGINALIS non est in Te.

Pero ningún pueblo del orbe católico escuchará la declaración que nos ocupa con mayor alegría, con más vivo entusiasmo, que el pueblo español, esencialmente católico. Seguros estamos de ello, por más que en nuestras regiones oficiales haya sido hasta ahora acogida con silencio esa nueva feliz, que, en los buenos tiempos de la Monarquía, hubiera el gobierno excitado a celebrar con no menos festivas demostraciones que lo fue en Éfeso la declaración de su Concilio general contra el heresiarca Nestorio, y la confirmación de la divina Maternidad de María.

España, según autoridades respetables, recibió de los Apóstoles que la hicieron teatro de sus predicaciones, la enseñanza de la Inmaculada Concepción, propagada más y más por los discípulos de los mismos que ocuparon algunas Sedes en nuestra Península, y que se cree también haber sido proclamada en el celebérrimo Concilio Iliberitano. Interrumpida esa veneranda tradición por la fatalidad de los tiempos, vémosla aparecer con nuevo esplendor en el culto que al glorioso misterio de la Concepción tributaba la Iglesia de España ya en el siglo VII, cuando aún no era objeto de festividades para el resto del mundo católico. Desde aquellos días, nuestros mayores se han distinguido siempre entre los sostenedores más decididos de esa prerrogativa augusta de María. Su invocación ha sido solemnizada con la dedicación de altares, fundación de piadosas asociaciones, y de otros mil modos; y nuestros cuerpos sabios han exigido como requisito indispensable para la concesión de sus honrosas investiduras, el voto de creer y de sustentar aquel excelso privilegio de María Santísima. En la devoción a ese misterio se hizo notable en los próximos tiempos un príncipe de grandes cualidades, si bien mal dirigido en algunos actos de su gobierno. Desde luego se comprenderá que aludimos al rey Carlos III. En su época fue proclamada María Patrona Universal de España e Indias, bajo la gloriosa advocación de que estamos tratando; se fundó la Real y distinguida orden del mismo título, y, según tenemos entendido, se solicitó y se agitó con ahínco cerca de la Santa Sede, previo informe favorable de los Prelados del reino, la decisión dogmática del artículo de la Inmaculada Concepción.

Celebrad, pues, españoles fieles, con toda la efusión de vuestros corazones la definición Pontificia que os anunciamos. No ha podido recaer en época en que más necesarios os sean un consuelo y una esperanza. ¿Es acaso que cuando nuestros males llegan al extremo; cuando parecen observarse síntomas de nuestra próxima disolución social; cuando juzgamos inevitable el naufragio; ¿es acaso ahora que la Providencia nos depara un áncora de salvación en ese suceso que, avivando la devoción y el acendrado amor que siempre hemos profesado a la Madre de Dios los hijos de este pueblo, nos conduzca al puerto con ventura? Cuando se preconiza con cierta autorización el proyecto de establecer la libertad de cultos en este país, en que la unidad católica ha sido siempre la primera entre sus leyes fundamentales, y que, mediante esa preciosa prerrogativa, puede decirse que en lo humano libertó a la Europa de su completa sumisión al Protestantismo; en medio del amargo dolor que nos causa la sola posibilidad de tal suceso, abrimos nuestros pechos a la confianza de que la divina misericordia nos proporciona, en la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, en el patrocinio de esta Augusta titular nuestra, un recurso poderoso para preservarnos de que así se quebranten los vínculos de la nacionalidad española.

Esperemos, sí, esperemos de María el remedio de todos nuestros males. María nos visitó en carne mortal en el Pilar de Zaragoza; María hizo prosperar a la España goda, tan benemérita del Cristianismo; María protegió en Covadonga los primeros pasos de los monarcas de la reconquista; bajo la invocación de María fue recobrada Toledo por Alfonso VI, y venció Alfonso VIII en las Navas de Tolosa; en nombre de María extinguieron Isabel y Fernando los últimos restos de la dominación sarracena, y arrancaron un mundo del seno de los mares; a María apellidaron los vencedores de Lepanto; con el auxilio, en fin, de María se ha libertado España en el siglo actual del yugo de un conquistador extranjero, y contribuimos eficazmente a hundir el solio desde el cual turbaba la paz del mundo.

LA ESPERANZA