Toribio Esquivel Obregón —historiador mexicano del derecho— dio en 1934 (en tres sesiones: 16, 23 y 30 de enero) una conferencia en la sede de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, titulada Hernán Cortés y el Derecho Internacional en el siglo XVI, en cuya primera sesión desarrolló un tema peculiar: la importancia social de la ganadería introducida por España en el Nuevo Mundo. Ponencia interesante, pues no es común ver tratado el impacto de la ganadería más allá de las maravillas culinarias que provocó.
Inicia Esquivel Obregón explicando que las actividades pastoriles constituyeron uno de los factores que suscitaron en las antiguas civilizaciones mediterráneas la consolidación de la familia como pilar fundamental de la sociedad, al permitir a las familias y a los clanes —que son extensiones de la familia— consolidarse como núcleos sociales económicamente autosuficientes. Lo cual tuvo un fuerte impacto político, pues las antiguas monarquías se veían siempre, ante la solidez de los grupos familiares existentes, en necesidad de tratar con las cabezas de los mismos en un plano de relativa paridad con ellos.
Tan importante es este antiquísimo sustrato que todavía en el estudio de los derechos antiguos —en el derecho romano con enorme claridad— lo que se observa es, sustancialmente, un derecho de la familia, ya considerado en las relaciones internas entre sus miembros, ya en las relaciones de las diversas familias entre sí.
Pasando al Nuevo Mundo, explica el referido autor que, antes de la llegada del pabellón de Castilla, los animales domésticos conocidos —al menos en el valle del Anáhuac— eran el pavo o guajolote (hueyxolotl) y una raza canina conocida como xoloitzcuintle —perro que todavía existe como mascota, si bien en aquellos años se comía—. Y el efecto social de esta falta de ganado era no sólo la existencia de pueblos casi exclusivamente dependientes de la agricultura para su alimentación —agricultura además muy precaria debido a la falta de animales de tiro—, sino carentes de estructuras políticas capaces de constituir valladares intermedios entre la gran masa de macehuales y el teopixque o cacique que los gobernaba.
Se advertía en el Anáhuac, en otras palabras, no la existencia de sociedades complejas y estructuradas en niveles múltiples —como ocurría del otro lado del Atlántico— sino de una verticalidad absoluta y sin corporaciones intermedias en las que, por si no fuera suficiente, la fuerza de trabajo recaía exclusivamente sobre la espalda de los macehuales —de ahí la importancia prehispánica de los tamemes o cargadores—, por lo que los tributos se pagaban lo mismo en objetos materiales —como mantas o semillas— que en seres humanos.
La genialidad castellana en la gradual conformación de los reinos de ultramar se advierte, en consecuencia, no sólo en la expedición de leyes y pragmáticas —realidad que los obsesionados con el fenómeno normativo subrayan de manera casi exclusiva— sino en el fortalecimiento de las propias familias y tribus indígenas a través de la introducción de las especies pastoriles, entre otras fuentes de subsistencia, además de la introducción de los animales de tiro y carga, que permitió ejecutar en la práctica la prohibición —formulada en las leyes de Indias—de utilizar a los naturales para dichas actividades. No hace falta detallar otras bondades producidas por la ganadería, como la charrería, el jaripeo y la tradición de vaquería que constituye uno de los mayores orgullos de la tierra novohispana.
Dicho patrimonio hoy se ve amenazado, sin embargo, por la ideología del animalismo —tiniebla que a nosotros nos llegó de las malsanas urbes estadounidenses, por lo que constituye un signo de agringamiento—. Ideología cuyo brazo económico es el veganismo, y cuyo principal objetivo práctico es la extinción forzada de la ganadería mayor menor, avicultura y apicultura, para sustituirlas ya sea por el consumo exclusivo de vegetales —acompañados de toda una farmacia de suplementos vitamínicos— o por el de cárnicos sintetizados en laboratorios de grandes corporaciones extranjeras, en perjuicio del pequeño productor. Por lo que un efecto colateral de dicha ideología —pasando del ámbito económico al social— sería la pulverización de la familia novohispana mediante la proletarización de sus miembros o, en términos antiguos mediante su reversión a condición de macehuales. ¿Será que los políticos republicanos que la promueven quieren volver a ser caciques?
En la consecución de tan perverso objetivo juega un papel principal —por su resonancia propagandística— el rechazo agringado de la tauromaquia pues si el rey de los bóvidos no es capaz de resistir la embestida del capitalismo animalista, ¿qué espera al ganado de rastro, a los gráciles equinos y a las abejitas mieleras? Y se podría ir más allá. Si el toro de lidia, aun extendiendo su dominio sobre hectáreas, es presentado por los agringados como un animal sufriente y en consecuencia proscrito ¿creen los burgueses antitaurinos que bajo el imperio del animalismo van a poder conservar sus mamíferos falderos, atados con correas y encerrados en espacios minúsculos para satisfacer las necesidades emocionales de sus dueños?
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.