Entre finales de 1854 y principios de 1855 LA ESPERANZA publicó una serie de dieciséis artículos sobre el principio de la soberanía que, si bien no podían alcanzar entonces la cota doctrinal que los grandes pensadores tradicionalistas han alcanzado después, tienen el indudable mérito de clarificar, con «vis» polémica hacia progresistas y moderados de su tiempo, lo esencial de este principio político, rebatiendo los oscuros conceptos de «soberanía popular» y «soberanía nacional». Los artículos se publicaron sin firma, aunque por fecha y estilo es probable que su autor sea el mismo Pedro de la Hoz (1800-1865), fundador y director de este periódico. LA ESPERANZA rescata y transcribe ahora estos artículos y los publica de nuevo en serie.
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Nos maravilla que la época actual se llame de progreso, cuando el nombre que en rigor le cuadra es de retroceso, de extravagancia o de locura. Sesenta y tantos años há que se hizo en Francia publicación solemne de ciertos principios políticos, que fueron acogidos por la muchedumbre con frenético entusiasmo, y puestos luego en práctica dieron al través con la monarquía, causando en aquel Estado uno de los mayores trastornos que refieren los anales del mundo. Necesitóse un escarmiento de esta magnitud para persuadir a los sectarios de tan funestas teorías, que los Estados que las siguiesen ni gozarían jamás de reposo, ni tendrían gobierno duradero. Vino la experiencia de otros países a confirmarnos en esta verdad; y cuando nadie la ponía ya en duda, salen los autores y auxiliares de la revolución de julio, diciendo que, cuanto nos ha enseñado esta larga serie de años es pura patraña; que el verdadero e incontrovertible derecho público constitucional es el que enseñaron los pseudo-filósofos del siglo XVIII, y que la estricta observancia de un derecho como éste, que produjo la ruina de la monarquía francesa, ha de consolidar y hacer feliz la española. Pues bien: estos hombres, que pugnan por resucitar vejeces y reproducir absurdos que la práctica de dieciséis lustros ha puesto en evidencia, ¡se denominan progresistas!
Uno de sus temas favoritos, tema que veneran como artículo de fe política, es que la soberanía reside en el pueblo o, diciéndolo de otro modo, que el pueblo es soberano. Vergüenza da, atendido el estado en que hoy se halla esta ciencia, haber de pararse en combatir un error tan antiguo, tan desacreditado y que tanto rebaja el saber de quien lo sigue; mas como se repite sin cesar, así en el Parlamento como en los escritos que diariamente publica la prensa periódica, quizá se creería que lo aprobábamos o, por lo menos, que le prestábamos nuestro asentimiento, si no tomásemos la pluma para refutarlo. Esto es tanto más conveniente ahora, cuanto hay ya nombrada un comisión para formar otro Código constitucional, en el que naturalmente se tratará del asunto, como siempre ha sucedido.
La expresión soberanía del pueblo es una frase vacía de sentido que ha perturbado la sociedad y hecho ingobernables no pocas naciones: es una ilusión, una farsa, con que los revolucionarios han deslumbrado al vulgo, sublevándole contra las testas coronadas. Antes de decir que la soberanía reside en el pueblo, o que el pueblo es soberano, habría convenido que expresaran qué entendían por pueblo y qué por soberano. Suponemos que por pueblo entenderán la masa entera de la nación; esto es, el conjunto de todos los individuos; y por soberano (voz derivada de la latina super omnes) el que es o está sobre todos. Bajo este supuesto preguntaremos: si la nación entera, es decir, la totalidad de los seres racionales que la constituyen, es el soberano, ¿quién será el súbdito? A esto nadie es capaz de responder. Sin embargo, dicen unos: «la nación es soberana respecto de sí misma»; otros, por el contrario, sostienen que «la nación no es soberana respecto de sí misma, considerada en su totalidad, sino respecto de cada uno de sus individuos», lo que equivale a decir que ella es la señora y los particulares sus súbditos. Analicemos estas distinciones escotísticas.
La nación, ¿es soberana respecto de sí misma? Apenas puede creerse que haya hombre de sentido común que tal cosa diga, porque no sabe qué significa esto. La palabra soberano enuncia una idea de relación, ni más ni menos que la de padre y amo; y a la manera que a nadie se le ha oído decir jamás que uno sea padre o criado de sí mismo, así tampoco ha podido, racionalmente hablando, decir nadie que una nación sea soberana de sí misma. Cierto que, refiriéndose a los romanos, han dicho algunos, sin faltar a la propiedad del lenguaje, nación soberana o pueblo soberano; pero esto lo decían en relación a otros Estados que eran realmente vasallos suyos, no respecto de sí mismos, porque sería un desvarío incalificable.
La nación, ¿es soberana respecto de cada uno de los individuos que la componen? Tampoco se sabe lo que esto significa. Si quiere decir que todos los miembros de este todo que se llama nación tienen obligación de observar, cada cual en la parte que le toque, las leyes con que aquella se rige, podían sus autores haberse excusado la molestia de discurrirlo, porque desde que los hombres viven en sociedad, se sabe que todos sus individuos, sin excepción, están obligados, en conciencia, a cumplir con las obligaciones de su estado. Mas si denota que la nación entera es superior en fuerza física a cada uno de sus individuos, y que todos juntos pueden más que cada uno de ellos, podían también los que tal dicen haber sellado sus labios, porque hasta los niños que comienzan a hablar saben que los vecinos de un pueblo juntos tienen más fuerza física que cada uno de por sí, y que si se empeñan en quitarle de en medio, habrá el infeliz de morir.
A esto se reduce en substancia la algarabía de la soberanía del pueblo o el pueblo soberano con el que nos están atormentando los oídos a todas horas; éste fue el gran descubrimiento del soñador de Ginebra que tan caro ha costado al mundo; y éste, en fin, el sofisma que, combatido concluyentemente, y sepultado hace muchos años bajo la losa del olvido, ha debido la gracia de ser desenterrado, puesto en pie y vestido de moda por unos hombres que se dan a sí mismos el título de progresistas.
(CONTINUARÁ)
LA ESPERANZA