Buenos días

Adoración de los pastores, por El Greco

Creo que siempre ha existido entre los católicos la idea más o menos vaga de que un pecador público, por muy arrepentido y confesado que esté, ha de ofrecer también una pública reparación, antes de ser plenamente reintegrado a la vida social. Tómense aquí públicos y vida social en un sentido muy amplio, pues no se trata sólo de esas historias de señores feudales que hacían grandes penitencias en la plaza, a la vista de todos sus vasallos; gracias a Dios, como ya hemos superados los bárbaros tiempos medievales, tenemos gobernantes santos y virtuosos que no tienen nada por lo que disculparse. Me refiero, también, a las famosas arrepentidas y, en general, a cualquier género de persona que con su conducta haya atentado más o menos gravemente contra el bien común.

Esta idea del perdón público me es muy querida, como bien sabrán quienes me conocen bien, Es, en cierto modo, un reverso puramente benévolo de la punición colectiva del crimen, al de modo de Fuenteovejuna siendo ambas figuras, a mi modesto entender, dos muy buenos ejemplos de qué pueda ser eso de la sana democracia. Y es que, si hay acciones que causan daño a la sociedad como tal, es lógico pensar que solo el perdón de la comunidad agraviada puede tener plenos efectos jurídicos y sociales.

El perdón, en sí, es una cosa bastante extraña. Sobremanera en nuestra religión en la que Dios, Soberana Justicia y Sumo Bien, ha querido obligarse, por toda la eternidad, a perdonárnoslo todo, incluida la muerte atroz que le infligimos a Su Hijo, con la única condición de que se lo pidamos. Ha dispuesto, además, en su Infinita Sabiduría, poner a nuestra disposición a Sus ministros, como depositarios mudos del descargo de nuestras conciencias y silenciosos dispensadores de la gracia de Su perdón. «Vete en paz», nos dicen al final de la confesión; mas ¡ay! Pobres humanos como somos, a menudo no nos basta con la sola declaración de haber sido perdonados y no calla nuestra conciencia, pese a las excusas presentadas y aceptadas, hasta que algún signo, un gesto positivo de la persona agraviada nos revela que nuestras relaciones han vuelto a la normalidad. A menudo, lo que buscamos (y lo que solemos obtener, si tenemos la desgracia doble de agraviar a una buena persona), es una suerte de acto gratuito de afecto, que confirma la plenitud del perdón; así cuando niños, buscábamos la caricia, el abrazo, la mirada condescendiente de los padres, gestos que esperábamos impacientes después de una compungida y patética disculpa; cuando grandes, siempre aún en la escala puramente humana, la sonrisa cómplice del amigo, el roce de la mano del amado, la mirada semi burlona del superior, el pleno restablecimiento, en fin, de nuestros derechos de ciudadanía en el seno del grupo al que hemos fallado; proceso que no suele exigir más burocracia que un simple saludo tras un largo e incómodo silencio.

A escala divina, nada ansía más el pecador penitente que reencontrar a su Señor en la santa comunión, el más inmenso, inmerecido y extraordinario de todos los extraordinarios, inmerecido e inmensos actos de amor de Dios hacia el hombre; del Dios siempre Bueno y siempre Justo hacia el hombre siempre pecador y siempre penitente.

No, no mezclo churras con merinas: la confesión (y, por tanto, el perdón de Dios) no es una elevación al orden de la gracia de una institución humana. Perdonar es divino, humana es la venganza y humano es el olvido y el ostracismo del pecador, que son dos formas poco sutiles de venganza. Como la absolución sacramental restablece en nuestras almas la Caridad y nos devuelve los méritos de todas nuestras buenas obras, el verdadero perdón es corto de memoria para los males y nunca olvida los bienes. El perdón es una prerrogativa divina, que Él ejerce por medio de Sus ministros a nosotros con nuestros semejantes, pues sólo el que ha perdonado alguna vez, puede hacerse digno de perdón.

Las películas que pretenden tratar cuestiones tan elevadas, han de hacerlo con extrema serenidad para no caer en groseros errores: ni maniqueísmos protestantes (el malo no es digno de redención y el bueno no la necesita) ni en ñoñerías cristiano-socialdemócratas (el mal no existe y, si existe, Dios ya lo ha perdonado espontáneamente, lo pidamos o no). Querer hablar del perdón supone, necesariamente, que haya cosas que perdonar, es decir, malas acciones ejecutadas, como bien se deduce, por personas que hacen el mal, es decir, malhechores. Los grandes malhechores, no obstante, rara vez nos sirven de ejemplo elocuente; por eso las grandes películas sobre el perdón son las que navegan, no por las procelosa y terrible alta mar de los grandes crímenes y las pasiones tempestuosas, sino por las aguas medio estancadas de la pusilanimidad, la mediocridad y las ocasiones perdidas de hacer el bien.

Es el caso de la extraordinaria y lamentablemente desconocida Mesas separadas, con un reparto estelar proveniente de las tablas inglesas, que incluye a Wendy Hiller, Deborah Kerr, Rita Hayworth, Burt Lancaster y David Niven y que cuenta la historia de muchas frustraciones que vienen a dormitar durante el lánguido verano inglés a una pensión de la costa que les ofrece, precisamente, mesas separadas en el comedor.

Niven interpreta a un comandante retirado del que se descubre, mediada la película, que llevó a cabo ciertas acciones turbias en el pasado, lo que mueve a varios de los demás huéspedes, liderados por una vieja arpía (que, seguro, seguro, es anglicana) a exigir a la propietaria del establecimiento (Wendy Hiller), su expulsión inmediata. El comandante Pollock, que ya ha saldado su deuda con la sociedad y ha dado a quien se las ha pedido, las explicaciones suplementarias pertinentes, decide que se irá a la mañana siguiente, por mor de la paz en la pensión.

Una de las escenas más sobriamente encantadoras y potentes de la redención pública de la historia del cine, se desarrolla en el desayuno: el comandante entra, como cada mañana, en un comedor donde lo recibe un silencio glacial; su mesa habitual no está preparada: nadie contaba con que el huésped indeseado fuese a añadir a su ignominia la humillación del desdén del resto de la clientela. Las doncellas, murmurando alguna excusa, se apresuran a traer los atavíos para el desayuno; el comandante Pollock aguarda, pacientemente, sin atreverse a mirar de frente a los comensales que rumian silenciosamente sus tostadas, sus críticas, sus censuras, sus arenques y, quien sabe, tal vez también sus propias faltas de otros tiempos. Lancaster, que interpreta a un personaje también poco irreprochable, y que comparte mesa con Hayworth, justo frente a la del comandante, es el primero en quebrantar el fatal pacto de silencio: «Buenos días, comandante»; lacónico, con una media sonrisa, tal vez. Efectivo, en todo caso; su acompañante le imita, al cabo. Varios instantes de tensión después, otro huésped también saluda al comandante y le aconseja desayunarse con un arenque. El resto es historia del cine, que sería un crimen contarles por escrito.

Hace dos mil años, en Judea, cuando con mucha más razón que los personajes de Mesas separadas los coros angélicos, huéspedes del Reino de los Cielos le habían negado el saludo y la entrada en el banquete celestial, no solo a un solitario comandante inglés, sino a todo el linaje de Adán, la irreprochabilidad misma condescendió a ponerse a nuestro alcance y, revistiendo carne mortal, vino a darnos, de nuevo, la bienvenida a un desayuno eterno en el que, aunque dudo mucho que haya arenques, es seguro que nos recibirán rostros más amables y sonrisas más dulces aún que los de Hayworth y Lancaster.

Un simple buenos días, gesto gratuito de afecto, devuelve al comandante su perdida dignidad y le reintegra a la larga comitiva de peregrinos, hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, tan débiles como él, tan sedientos de ideal, tan llenos de buenas intenciones como de malas decisiones, buscando, torpemente, entre mesas separadas de una pensión de la costa, su puesto en el cosmos; su camino a un festín sin horarios y en el que no habrá ya nunca soledad. En el Banquete del Cielo no hay mesas separadas.

Mañana por la mañana habrá vuelto a nacer el Cordero de Dios, que con Su muerte nos abre las puertas de la Gloria. Mañana por la mañana nos diremos, una vez más feliz Navidad. El buenos días de Dios.

G. García Vao