Abundantes recuerdos de tiempos de austeridad

Niño Jesús de la Basílica de la Natividad. Belén.

Del caudal de recuerdos de mi niñez, los más vivos y queridos remiten a ciertos ritos que se repetían en determinadas épocas del año y nos daban esa anhelada sensación de seguridad. Algo que perdura y se actualiza a la vez.

Éramos pobres. Y como no podíamos comprar adornos convencionales, mi mamá —artista innata y pintora de profesión— trazó en cartulinas bellos dibujos de ángeles con cornetas, el Niño Jesús en el pesebre, San José y la Virgen María en la tradicional posición de adoración. Había detalles en purpurina. Los puso en la pared derecha de nuestra modesta salita de visitas y ¡listo!: todos los años, a partir de entonces, esperábamos expectantes el momento de la decoración de nuestra sala con aquellas mismas figuras, en la misma pared.

Nuestro nacimiento también era sencillo e improvisado. Un pesebre de plástico redondo, forrado con paja y adornado con una cinta satinada roja. Un Niño Jesús de yeso, ¡bellísimo!; un cirio rojo, con un lazo del mismo color; un arbolito con algunos pequeños adornos. Esa era toda la decoración navideña de nuestra casa.

En la ciudad de montaña en la que vivía entonces, el olor de las primeras lluvias de verano en la tierra y de los pinos anunciaban la cercanía de la Solemnidad tan esperada durante el año. Por las tardes, escuchábamos canciones y villancicos tradicionales de Navidad. Por las noches, prendíamos el cirio, rezábamos y cantábamos. Era todo un acontecimiento asistir a los conciertos de los reconocidos grupos de cantores y de músicos en la catedral y en otros locales de la ciudad.

Con mis hermanas y primos, ensayábamos nuestra obra teatral bajo la dirección de mamá, exigente directora que nos hacía repetir las escenas una y otra vez hasta que todo estuviera perfecto. Estaba en juego la belleza y seriedad de una obrita que sería presentada a los familiares —siempre perdonaban nuestros errores del momento— el 24 de diciembre por la tarde.

Mamá pintaba tarjetas y yo, que también quería regalar algo, dibujaba y escribía cartitas para los parientes más cercanos y queridos.

Pasadas algunas décadas, veo en los centros comerciales las exuberantes decoraciones navideñas, con sus colores, luces, arreglos. Adornos de Papá Noel, muñecos de nieve, renos, osos polares, trineos, árboles (o conos que se hacen pasar por árboles), copos de nieve, villancicos distorsionados. Adornos de todos los colores para todos los ambientes. Todo invita a comprar, a consumir; todo parece confabularse para aturdirnos y hacernos olvidar qué es —al fin y al cabo— la NAVIDAD.

Año tras año tengo que controlar ese primer impulso que la cultura del consumo excita: el de comprar porque es bonito, porque está de oferta, porque se juzga necesario tener todo aquello que se presenta como la novedad de la temporada.

Entonces me acuerdo de aquella modestia, de aquel despojamiento, de aquella austeridad de los días de mi niñez, impuestos por nuestra pobreza. Y me lleno de gratitud, porque la sencillez y austeridad de otrora me permitieron fijar la mirada y el corazón en aquel Niño de yeso, en aquella imagen del Amor que Se hizo cercano con nosotros en su Natividad, que pobreza alguna podría quitar y abundancia alguna podría acrecentar.

Marina Macintyre, Margaritas