<<¡Qué consuelo tan inefable experimenta el alma atribulada al contemplar el cielo a través del cristal de sus lágrimas!>> (Fr. Antonio Royo Marín, O.P.)
Todavía no nos ha llegado a los oídos –vaya usted a saber si los tenemos tupidos de tanto disparate- que en las entrañas del globo terráqueo tenga repercusión el tan cacareado cambio climático. Doctores tiene la ciencia; ellos dirán…
Tampoco tengo el morbo de atender teorías catastróficas que afloran en derredor de crisis universales como las que hogaño podemos percibir y constatar. Pero sí me preocupa mucho que otros doctores -cuya autoridad se instituyó por Derecho Divino para guiar la trascendencia de las almas hacia el último y definitivo destino- propongan Pachamamas y otras «papamamarrachadas» como remedio a los problemas espirituales o materiales que sufren los hombres.
Sentadas a modo de advertencia estas dos afirmaciones, nada extraño será que un creyente cualquiera tenga la pretensión de filosofar, aunque sea toscamente, sobre lo que le sugiere un volcán conmovedor. Para lo cual es imprescindible focalizar la naturaleza globalizada de la crisis que provoca la reflexión: Crisis climática, sanitaria, demográfica, fronteriza, social, identitaria, política, estética, moral, pero sobre todo religiosa.
En el oeste de La Palma, la ‘Isla Bonita’, el 19 de septiembre amaneció como otro día cualquiera. Llegados de sus colegios, los niños acaban de almorzar. Las madres recogen las migas y friegan la loza; mientras los hombres se tumban en un merecido sesteo para enseguida volver al campo para desflorar los racimos de plátanos y empaquetarlos, o recolectar los aguacates, o bien a los viñedos depositando las uvas en los antiguos lagares y proceder a la pisada.
De pronto un profundo tremor mueve el suelo alarmando a los más ancianos, que empujan a las familias hacia el descampado. Enseguida un estallido telúrico orienta todas las miradas hacia las cumbres, y de repente surge un gigantesco soplete que disparaba incandescentes piedras descomunales, sembrando el terror sobre el ánimo de aquella gente. El fenómeno tuvo su origen en un cono casualmente llamado Cumbre Vieja, y dice un refrán que «más sabe el diablo por viejo que por diablo».
Las lenguas de fuego comenzaron a lamer las empinadas laderas en dantesco espectáculo. Los palmeros no tardaron en percatarse de que aquel río no iba a ser conducido directamente al mar sin más ni más, como había ocurrido en otras leves erupciones más o menos recientes que se recordaban: Abajo casi en la vertical del cono, estaba el pueblo de Todoque, que fue desalojado de inmediato. Una espesa riada de piedra fundida, fue cubriendo muchas casas hasta llegar a la iglesia parroquial. Como para dar a pensar en una intención diabólica, los feligreses, situados en un mirador próximo, vieron cómo la satánica avalancha de 14 metros de altura por 20 de ancho, primero derrumbaba la torre y a continuación sepultaba todo el templo que, para colmo de sugerencias, (¿otra casualidad?) fue el primero del mundo erigido bajo la advocación de San Pío X. La masa lávica siguió su rumbo sobre el camposanto, el colegio y más de 2.800 hogares.
Una especie «bajo continuo» trepidante, emitido por los siete focos que han ido surgiendo, imposibilita el sueño; además del sobresalto de los cotidianos terremotos (entre veinte y cien diarios).
Una masa de arena negra siguió esparciéndose, según los vientos, por toda la isla y en algunos puntos lejanos a los emisores ha llegado a enterrar por completo pinares y palmeras; a otras muchas casas que no sepultó la corriente de lava, se les hunden los techos por el peso de la arena. Para colmo de sugerencias, un molestísimo olor sulfúrico predomina en la Isla, haciendo irrespirable toda la banda oeste. Casualmente ¿tendrá algo que ver el azufre quemado con Lucifer?
Ante toda esta nefasta desventura, a los hombres, en nuestra pequeñez, no se nos ocurre otra cosa que imprecar al verdadero Rey de la naturaleza: «Dios mío, ¿por qué permites esto?». Santa Teresa nos advirtió que nada nos turbe ni nada nos espante, porque sólo Dios basta. Efectivamente, hasta esa aparente blasfemia, que brota espontánea de nuestro instinto animal, nos la dulcificó Jesucristo en la Cruz, al pronunciar su cuarta palabra: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Porqué me has abandonado?»
Cuando nos tropecemos de frente con cualquier crisis inextricable o con todas juntas, siempre obtendremos la respuesta en las Sagradas Escrituras (desde el Génesis hasta Evangelio de San Juan), y también, en mensajes tan nítidos para la modernidad como los de la Santísima Virgen de Fátima. O por lo menos en las oraciones que a diario repetimos de memoria sin darnos cuenta de lo que deseamos, pedimos y agradecemos: El Credo, el Padre Nuestro, el Ave María y la Salve.
Estamos refiriéndonos a ‘la Esperanza’, que -precedida por la Fe y seguida de la Caridad- es el nombre de la segunda virtud teologal, y que siempre nos servirá de lenitivo para el peso de las cruces que hemos de cargar.
Después de tantas semanas horribles, parece que el volcán se apaga… ¡Bendito sea Dios!
Amén.
José de Armas Díaz. Círculo Tradicionalista Roca y Ponsa