Voto electoral y voto financiero-social

Una de las ideas en las que suelen insistir los historiadores del constitucionalismo contemporáneo, a la hora de abordar el tema de las «libertades modernas», es la de contraponer lo que llaman «derechos de primera y segunda generación». Vienen a decir que «la Libertad» nacida de la Revolución Francesa era poco menos que una abstracción fijada sobre un papel mojado, y que era necesario su complemento con otros «derechos» de naturaleza social que la hicieran efectiva. Estos últimos son los de la «segunda generación», promovidos tras la segunda posguerra mundial al amparo del llamado «Estado de bienestar» colectivista. Se conseguiría un análisis más objetivo de la realidad histórica de nuestra era contemporánea, si se dijera que toda la política desarrollada –al menos en el caso español– tendía, en una primera fase, a destruir, por medio de los «derechos humanos de primera generación», todo el antiguo rico entramado y tejido social que garantizaba la seguridad e independencia económicas de las familias, y, en una segunda fase, bajo la égida de los «derechos humanos de segunda generación», a levantar sobre las viejas ruinas sociales una nueva organización artificial y ortopédica, que, al mismo tiempo que proporcionara una cierta «protección» económica (cada vez menos) a la gente, se asegurara de su eterna dependencia respecto del Estado totalitario.

El filósofo católico francés Gustave Thibon hacía referencia a esta dicotomía en una entrevista en la televisión francesa en 1974, transcrita luego en un libro titulado Entre el amor y la muerte: «Y me opongo todavía más a una especie de democracia formal en la cual, teóricamente y bajo la apariencia de la papeleta electoral, se confieren al pueblo todos los poderes y se le quitan sus más legítimos derechos por un conjunto de leyes, de reglamentos o de intervenciones abusivas del Estado. En este sentido yo soy absolutamente nada demócrata». «El mejor régimen político es aquél en el cual los ciudadanos gozan del máximo de libertades individuales y locales y donde el Estado realiza un papel de coordinador y árbitro». «Y lo peor es que hacen votar a la gente acerca de problemas de los que nada entienden, y se olvidan de consultarles acerca de las cuestiones en las cuales tienen interés y competencia», y cita a Valery: «La política es el arte de consultar a las gentes acerca de lo que nada entienden, y de impedirles que se ocupen de aquello que les concierne». Y termina: «Sueño con un poder infinitamente más descentralizado, con muchas más libertades locales en la base, [y no] un sistema electoral puramente formal, abstracto».

Thibon, en realidad, no hacía más que describir, en su excurso desiderativo, el estado social general del llamado «Antiguo Régimen». El poder financiero, con la herramienta del crédito, es el que ha realizado esa formidable transformación (di)social del orden económico tradicional hacia ese otro de corte capitalista que hoy todos conocemos. No afirmamos que ese antiguo orden económico no llevara adjunto un determinado sistema financiero, pero sí que éste ha pasado de ser un mero elemento auxiliar y secundario, a convertirse en la pieza esencial de todo el «nuevo sistema», en el sentido concreto de que hoy día casi nadie podría llevar una vida social sin esa cosa a la que se le llama dinero, y que, en definitiva, está en la base para un efectivo ejercicio de cualquier «derecho» o «libertad» que se precie de tal. Lo vio claramente el gran sacerdote J. Meinvielle en su Concepción católica de la Economía (1936): «La finanza, que debía ocupar el último lugar [en el orden económico] como un puro medio, obtiene el primero de fin regulador».  Por ello, el Mayor Douglas insistía –entre otras medidas– en la provisión a la población de un dividendo como solución lógica actual para la recuperación de su antigua independencia económica (verdadero voto financiero-social, frente al falso e inútil voto electoral).

Así lo decía en un discurso suyo ante el Rey de Noruega y otras autoridades en Febrero de 1935: «Creemos que la mayor parte de las necesidades urgentes del momento podrían ser satisfechas por medio de lo que llamamos un Dividendo Nacional. Éste se proporcionaría mediante la creación de nuevo dinero –exactamente a través de los mismos métodos que ahora son usados por el sistema bancario para crear nuevo dinero– y su distribución como poder adquisitivo a toda la población. Permítaseme subrayar el hecho de que esto no es recolección-por-impuestos, pues, en mi opinión, la reducción de impuestos –la muy rápida y drástica reducción de impuestos– constituye algo vitalmente importante. La distribución por vía de dividendos de un cierto porcentaje de poder adquisitivo, suficiente de todos modos para conseguir un cierto estándar de dignidad, de salud y de decencia, constituye el primer desiderátum de la situación». Medida, pues, que no debe ligarse con la de la «renta básica» o similares, funcionales al sistema capitalista.

Félix M.ª Martín Antoniano