De la soberanía (III)

The Hand that will Rule the World, by Ralph Chaplin (1917)

Publicamos la tercera parte de la serie original sobre la soberanía.

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Habiendo demostrado que es una quimera la soberanía nacional, veamos a quién conviene propiamente la denominación de soberano. Este nombre solo puede aplicarse á los jefes supremos y perpetuos de los Estados, llámense emperadores, reyes, príncipes, grandes-duques, margraves, o tengan cualquier otro título. La prueba no la traeremos de la Sagrada Escritura ni de ningún autor seglar ni eclesiástico; ya sabemos que disputamos con hombres que recusan toda autoridad y no reconocen otro juez que la razón. A ella, pues, recurriremos también nosotros.

Los sostenedores de la soberanía nacional no pueden negarnos que la voz soberano, atendiendo a su etimología, significa, como indicamos en nuestro artículo primero, el que está sobre todos; y atendiendo a su valor usual y corriente, enuncia la idea del jefe supremo e inamovible de una nación, del encargado de gobernarla; jefe a quien todos respetan y obedecen. Pues bien, si esta es la significación etimológica y usual de la palabra soberano, ¿a quién puede convenir este título con más propiedad que al jefe de un Estado, al que le dirige y a quien todos rinden respeto y obediencia? ¿No es un desvarío dar a este término una significación forzada, nueva y desconocida, significación que ninguno había admitido hasta que vino a turbar la paz del mundo el sofista de Ginebra? Y ¿a qué viene a reducirse, en plata, el paralogismo de Rousseau y de los publicistas modernos sus secuaces? A que la nación es superior al que la gobierna, esto es, a aquel a quien ella misma está sometida, y a quien obedece y respeta; que es como si dijeran de un pueblo, que es el superior del alcalde, o de una comunidad religiosa que es la superiora del prior, y que éste no es el superior de la comunidad. ¿No les parece á nuestros lectores que es un donoso modo de discurrir? ¿Podrían creer nuestros abuelos, si resucitasen, que a un sofisma tan miserable se le ha dado acogida en el mundo, y que a sus sustentadores y propagadores se les viene dando el honroso título de publicistas filósofos?

Al usar arriba de la expresión jefe supremo, hemos añadido la voz perpetuo, para significar que el titulo de soberano se ha dado únicamente a los príncipes de por vida, y con especialidad a aquellos cuyo trono es hereditario; no a los jefes temporales, como no se dio nunca ni al dux de Venecia ni al de Génova, ni se da ahora a los presidentes de las repúblicas de América. Y no se piense que esta diferencia proviene de una etiqueta caprichosa, nada menos que eso. Al contrario, si los defensores del falso principio que impugnamos, examinasen bien la significación rigurosa de la voz soberano, hallarían que por ella se ha querido señalar siempre a un personaje tan superior por su jerarquía y dignidad a los demás individuos de la nación, que jamás puede confundirse ni alternar con ellos, ni descender a la esfera de simple particular. De modo que para que el jefe único de un Estado pudiera llamarse propiamente soberano, ha sido necesario en todos los tiempos, como lo es hoy , que concurra en él la circunstancia de que su autoridad sea suprema y vitalicia.

No habiéndose aplicado nunca la voz soberano mas que a los que ejercen esta potestad, es consiguiente que donde el gobierno de un Estado está en manos de uno, pero temporalmente, o con la condición de que sea amovible, no hay en realidad soberano ni soberanía; así como cuando no hay alcalde no hay alcaldía, cuando no hay presidente no hay presidencia. Esta es una csoa que conocen hasta los niños de la escuela. No hay que olvidar lo que dichas dos palabras han significado constantemente en nuestra nación, desde que se introdujeron en el lenguaje hasta que salió á luz el famoso Pacto Social.

¿Sería posible que lo ignorase el inventor del supuesto principio de la soberanía nacional? No, por cierto; lo sabía demasiado, pero le convenía pasar plaza de ingenioso y novador; le convenía meter bulla en el mundo y hacerse célebre, para lo cual necesitaba discurrir una paradoja, una idea peregrina que chocase con la opinión universal, y que, halagando las pasiones del vulgo, las concitase a sacudir la autoridad de los monarcas y sobreponerse a su poderío. Para que esto último se realizase, era preciso torcer el sentido de las palabras usuales y darles un significado puramente democrático; en suma, era preciso establecer la teoría de que la soberanía reside en la muchedumbre, y que ésta es la soberana. Despojando con la pluma a los reyes del poder supremo, ínterin llegaba el tiempo de que se les quitase de hecho por medio de las revoluciones populares.

Tal ha sido el fin que se han propuesto los trastornadores de la paz de los pueblos, y éste el objeto de la distinción sofistica de soberanía radical y soberanía actual, distinción a que han dado una importancia increíble, y que en otra materia habrían ridiculizado hasta la saciedad. Todas las razones de su famoso sofisma se resumen en este argumento: «No hay nación sin soberano: es así que los jefes que gobiernan algunos Estados no merecen el nombre de soberanos, según el sentir de hábiles publicistas; luego algún otro es allí el soberano, y este otro no puede ser sino el pueblo, que, no habiendo recibido de nadie la soberanía, la tiene como parte esencial de él mismo». De aquí sacan estas otras consecuencias: «Luego aun en los Estados en que se dice que hay soberano, este no es más que representante del soberano verdadero, del soberano radical, que es el pueblo; luego éste puede revocar al mandatario sus poderes cuando le plazca». Consideren nuestros lectores a dónde nos llevaría este paralogismo, si se admitiese como principio seguro de política. Toda esta vana argumentación, que no es más que un juego de palabras, queda desvanecida diciendo que por soberano se ha entendido siempre, se entiende ahora y habrá de entenderse en adelante, el jefe único e inamovible que ejerce perpetuamente en una nación la autoridad suprema; y por soberanía la cualidad de soberano. El magistrado supremo que carezca de estas circunstancias, será todo lo que se quiera, mas no será soberano; y, por consiguiente, donde él mande, no habrá soberanía propiamente dicha, y tal como se ha entendido en nuestro país desde que en él se habla la lengua castellana.

(Continuará)

LA ESPERANZA