De la soberanía (IV)

Grabado representando el 14 de julio de 1789

Transcribimos la cuarta parte de la serie sobre la soberanía, originalmente publicada en LA ESPERANZA a finales de 1854.

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Tal vez se nos diga: ¿cómo tenéis valor para sostener que los monarcas únicamente son los soberanos? ¿No veis que sólo existen porque quiere el pueblo? ¿Se os ha olvidado que los destituye y castiga cuando lo estima justo, que cambia las dinastías, que varía los sistemas de gobierno y reforma los establecidos, obrando en todo cual si fuese el verdadero soberano? ¿No os está diciendo la historia que Esparta condenó a Pausanias y ajustició al infeliz Agis; que el pueblo romano arrojó del trono a Tarquino el Soberbio; que Francia pasó del poder de los Merovingios a los Carlovingios, de éstos a los Capetos, de la república al consulado, de éste al imperio de Bonaparte, después a Luis XVIII, a Luis de Orleans, de éste otra vez a la república, y luego a Napoleón III? ¿Tan distante está la época en que Inglaterra antepuso la casa de Orange a la de los Estuardos, y las Américas se emanciparon de sus reyes, constituyéndose por sí mismas en república? Y sin salir de España, ¿no tenéis presente el ejemplo de Enrique IV, que fue destronado en Ávila y proclamado en su lugar su hermano Alonso? ¿Qué ponéis a un testimonio tan elocuente e irrecusable de la soberanía nacional?

Una cosa nada más contestaremos, y es que la facultad de destruir que tiene el pueblo es irresistible, y que, si se empeña, lo mismo destruirá al monarca bueno que al malo. Los acontecimientos que se acaban de expresar y los otros que podrían citarse, sólo prueban el hecho, mas no el derecho. Los designios ocultos de la Divina Providencia permiten que el mundo político esté tan sujeto a continuas alteraciones y mudanzas como el mundo físico. Cada una de estas variaciones trae a los pueblos a un nuevo estado de cosas que se afirma con la posesión no interrumpida, produciendo al cabo un derecho legítimo. Cuando hablemos del origen del poder, desenvolveremos este pensamiento, demostrando que la soberanía nacional todo lo confunde y mata, no sirviendo sino para turbar la sociedad y tener en febril agitación a los hombres. Pero volvamos al asunto, examinando los hechos que se invocan en apoyo del supuesto principio que rebatimos.

Pausanias, con el título de rey, era un verdadero magistrado popular de una república. Sencillo en sus costumbres, fue después tomando el gusto a los hábitos voluptuosos de los persas, cuyo género de vida le indujo al fin a oír con gusto las proposiciones de éstos, que le ofrecían hacerle soberano de toda la Grecia. Supiéronlo los espartanos y, cuando iban a prenderle, se refugió en el templo de Minerva, en donde pereció de hambre por disposición de los éforos. ¿Qué prueba esto? Que en Esparta había una legislación que castigaba al jefe del ejército o de la república traidor a su patria, y que esta legislación fue aplicada por el tribunal al vencedor de Platea. ¿Hay, por ventura, en esto, acto alguno de soberanía? No, por cierto. Hacen los éforos que muera injustamente el rey Agis. ¿Qué significa esto? Que aquel tribunal, en uso de una autoridad usurpada, cometió un atentado, sin que con razón pueda decirse que fue obra del pueblo. Una afrenta contra el honor de un marido pundonoroso produce una insurrección militar contra el último de los Tarquinos, que es lanzado del trono, al que sucede la república. ¿Qué se deduce de aquí? Que hubo un monarca incontinente que, atentando contra la castidad de Lucrecia, hizo levantar contra sí una fuerza superior, a cuya violencia no pudo resistir. Al que ose afirmar que este levantamiento y triunfo suponen un derecho, le haremos esta pregunta: ¿qué habría sucedido si cuando Tarquino escapó de Roma y buscó las armas auxiliares de un aliado poderoso, hubiese vencido a la tropa insurreccionada que le destronó? Sin duda nos dirá, si quiere ser lógico, que Tarquino hubiera mandado decapitar a los insurrectos, y se habría quedado tan monarca como antes. Sucédense en Francia unas dinastías a otras, aun subsistiendo la reinante; y entra Carlos, príncipe de Orange, a ocupar con el título de Carlos III el trono de Inglaterra, quitándoselo a Jacobo II. Y qué, ¿hiciéronse estas transformaciones por virtud y gracia de la soberanía nacional? Nada menos que eso. Todos estos hechos en su origen no fueron sino usurpaciones atrevidas que la fortuna coronó y el tiempo ha legitimado. Alzáronse las provincias del continente americano contra sus reyes, pelearon, vencieron y se hicieron independientes. ¿Produjo tan notables mudanzas la soberanía del pueblo? Ni remotamente: prodújola, sí, una rebelión que la fuerza o la desgracia hicieron triunfar, y que después ha venido a calificarse de hecho consumado. El destronamiento de Don Enrique IV de Castilla no fue más que un paso de comedia de unos cuantos ambiciosos que, descontentos de la conducta del soberano, intentaron darle sucesor a quien pudiesen dirigir a su gusto sin el obstáculo de rivales declarados.

De modo que puede asegurarse con toda certeza que cuantos acontecimientos dejamos indicados y otros varios, más o menos notables, que refiere la historia antigua y moderna, han sido efecto, o de la casualidad, o de la fuerza, o de los partidos, o de cualquiera otra causa, de esas que cambian la faz de las naciones; pero de ninguna manera un acto espontáneo y solemne, auténtico y legítimo de la mentida soberanía de los pueblos.

Después que concluyamos nuestras observaciones sobre esta materia, no haremos cargo de las que sobre la misma han hecho El Adelante, El Faro Nacional y El Iris de España.

(Continuará)

LA ESPERANZA