La beatificación de la limeña Isabel Flores de Oliva por Clemente IX, un 12 de marzo de 1668, significó para los indianos de todas las razas la patente mayoría de edad de la patria, el evidente fruto de la obra evangelizadora y la ratificación incontestable de la voluntad de Dios puesta en ella.
Tras recorrer festivamente los reinos de la vieja cristiandad, la noticia llegó a Lima en fiesta del Rosario. Providencialmente, aquella vez (a diferencia de algunas otras) las cofradías no habían escatimado en gastos ni ostentaciones. Por el contrario, se habían esmerado especialmente para el arreglo de la procesión, como movidas de un divino impulso. Los capataces motivaban a no descuidar ningún aspecto del aparato de la capilla, y cada cófrade obraba con especial lucimiento y diligencia.
Según el maestro fray Juan Meléndez, cronista de la beatificación, no es de sorprender que Dios haya dispuesto aquellas fechas para que la noticia llegara al reino del Perú…
[…] pues aviendo nuestra fragantísima Rosa corrido tan por cuenta del Rosario Santísimo de MARÍA, y siendo desta la fiesta, no ay duda, que entrase en parte a tanta solemnidad con las demas que componen tan hermoso Rosal, tan bella Rosa. Hízola Santa el Rosario, por el como por escala subió a la cumbre de las más heróicas virtudes;y de una en otra […]
Meléndez, J. (1671). Festiua pompa… beatificación de la virgen Rosa de S. María.
Muy temprano, Su Excelencia el virrey, había recibido cédula firmada por doña Mariana de Austria, reina gobernadora. Esta anunciaba que en la Santa Sede se había aprobado y celebrado con gran Pompa la beatificación de doña Isabel Flores de Oliva; conocida ya en todo el reino como Rosa de Lima.
[…] primera flor que Dios nuestro Señor avia sido servido de plantar en su iglesia precedida de aquella gentilidad, hija espiritual de la religión de Santo Domingo, por su profesión, y por aver sido sus hijos de la Provincia de España los primeros, que en compañía de los Conquistadores del Perú plantaron en aquellas Provincias la Fé Católica, con la predicación Evangélica, como que parecía se la avia querido dar al zelo de su Religión, en premio de este servicio.
Mariana de Austria. (1668). Cédula dada en Madrid, el 14 de mayo de 1668.
La alegría invadió los corazones del virrey don Pedro Fernández de Castro y su esposa Ana Francisca de Borja, tras la noticia. A tal punto que, sin avisar a ninguno de sus criados ni a los guardas, se dirigieron pronto al convento, a pocos metros de palacio, suponiendo que ya los frailes habían recibido la misma noticia por vía diferente, y que a eso se debía el especial boato en la aquel año.
Cuando aparecieron a la entrada, los religiosos se reunieron para recibirles con rostros sorprendidos e interrogados, en lugar de las expresiones jubilosas que la pareja esperaba. Para atajar el desconcierto, entonces, el virrey señaló que venía a la fiesta de Rosa. Pero esto causó un mayor desconcierto entre los frailes, que se miraban unos a otros extrañados.
El virrey, pues, decidió contarles la noticia entera, cumpliendo así la voluntad del Señor; que más que un embajador quería a un grande de España para llevar nueva tan feliz a las gentes del reino del Perú y al convento de la orden de Santo Domingo.
Recién entonces, los frailes, llenos de emoción, llevaron al virrey hasta la Sala Capitular, donde descansaban dichosamente, por entonces, las reliquias de la futura santa.
La gente que estaba en la iglesia ya comenzaba a arremolinarse siguiendo las huellas del virrey y de los religiosos con devota inquietud cuando, llenos de devoción y ternura, los dos piadosos príncipes besaron los azulejos que sellaban la sepultura y rezaron largo tiempo con los ojos humedecidos de tristeza, por no haber conocido a Rosa en vida. Y de emoción, por la alegría del glorioso suceso de su beatificación, contagiaron su emoción a todos los presentes.
Se dijo misa en la capilla, que todos oyeron con gran atención. El reverendo padre, fray Francisco de Arévalo, tocó el arpa con su inigualable arte para que se cantaran algunas letrillas. Al terminar la misa, fray Hernando de Valdés, presentó a la señora virreina un libro de la vida de Rosa, el cual ella recibió con agradecimiento y cariño.
Los religiosos quedaron tan llenos de gozo con la noticia tan repentina que no atinaban a formular discursos apropiados a ocasión tan gloriosa, sino solo a celebrar su dicha felices de estar vivos a tiempo de ver lograda la más grande expectación del Nuevo Mundo.
Aquellos que eran ancianos y algunos que la trataron en vida y fueron testigos presenciales de sus prodigios derramaban lágrimas sin decir palabra mientras se interior cantaba: «Ahora Señor, ya es tiempo de despedirme en paz.»
Con la misma ternura y devoción, toda la gente de Lima, naturales, forasteros, señores, esclavos, españoles, indios, caballeros y plebeyos de todos los sexos y edades alabaron a Dios dándole gracias por este singular beneficio del cielo. Haber visto con sus propios ojos la salud de su patria exaltada a la altísima gloria de los santos.
No se hablaba de otra cosa en los corrillos, ni de otra materia en las pláticas. Unos referían sus heroicas penitencias, otros contaban sus admirables virtudes, otros ponderaban con pasmo sus milagros. Con provecho espiritual para muchos que, impactados por el ejemplo de su paisana, reformaron sus vidas con deseos de imitarla.
Los príncipes volvieron a palacio y aunque estaban llenos de júbilo, decidieron no hacer otras muestras de alegría hasta que hubieran recibido la nueva de modo oficial mediante el Breve de Su Santidad. Este llegaría en enero del año siguiente. Solo unos meses que, para los limeños, fueron eternidades, ya que esperaban con ansia y deseaban con amor.
Renzo Polo Sevilla, Círculo Tradicionalista Blas de Ostolaza
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