«Sí. Tengo alternativas. No son agradables, pero las hay. Pero psicológicamente es muy violento. Es violento pensar: “Me estoy suicidando”. Yo no quiero eso. No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir. Nada más. Para mí es inconcebible que haya una ley y que no se pueda aplicar».
A inicios del mes pasado, semanas antes de suicidarse en un hotel de Madrid, una mujer anónima pronunció estas trágicas declaraciones para un medio de tirada nacional. Sufría una patología crónica osteomuscular incurable, agravada por su intolerancia a los opioides, así como cáncer de vejiga. Su médico, objetor de conciencia, le negó la práctica eutanásica, y el resto de los especialistas mantuvieron la misma postura puesto que, a tenor de la ley, la paciente no reunía las condiciones necesarias para que su eutanasia gozase de cobertura jurídica.
Resultan muy variados los argumentos que utilizan nuestros políticos y los sectores convencidos de la población en favor de la eutanasia: hay quienes acuden a la raíz etimológica del término para señalar que su pretensión última es dar «buena muerte» a los más sufrientes, es decir, realizan un uso torticero de lo que nuestra Tradición ha concebido siempre como «buena muerte», relacionada con la salud del alma agraciada y no con la desgracia del cuerpo; y existen otros, incapaces de reflexionar más allá de los torrentes estadísticos, que buscan subterfugio en el porcentaje mínimo de eutanasias en relación a los fallecimientos totales que se recoge en los países con práctica legal y plenamente operativa, esto es, un porcentaje que ronda entre el 0,3% y el 4,5%.
Por otra parte, dado que la democracia se concibe a sí misma como el summum de todas las perfecciones, los cuidados paliativos, que conllevan aceptar el dolor y nuestra finitud como parte integrante de la vida humana hasta la muerte, le resultan atroces y groseros.
¿Cómo vamos a aceptar el sufrimiento si nos hallamos en el paroxismo de la libertad?
Estos defensores de la eutanasia dicen estar preocupados por la muerte, mas, en realidad, están preocupados por la vida, una vida que, desde su cosmovisión, solo merece la pena de ser vivida cuando es paradisíaca. Por eso, esta mujer anónima, en cuanto se desengañó y advirtió que la vida tiene más de vericueto indisociable del dolor que de nueva Arcadia, decidió practicar una autolisis a través de su sucedáneo terminológico, la eutanasia, término mucho más amable para las almas que padecen hasta el extremo. Además, obcecada por la idea de eutanasia libre y universal de nuestros políticos, su determinación fue tan grande que tras la negativa de los profesionales médicos decidió suicidarse a la vieja usanza.
En fin, mientras el ordenamiento jurídico permanezca asentado sobre voluntades ciegas, en este caso de dolor, resultará inviable que las gentes acepten la realidad de la propia vida, efímera y frágil en este mundo, pero con vocación de beatitud eterna. Parece que las generaciones venideras no disfrutaremos de los cuidados paliativos que merecemos, sino que seremos inducidos por nuestros gobernantes, tal vez por nuestros seres queridos, al intento de aniquilación de nuestro ser, pues la Modernidad, al tiempo que lapida materialmente los cuidados paliativos, ensalza grotescamente la eutanasia como una solución buena, bonita y barata.
Pablo Nicolás Sánchez, Navarra