Ignacio Larramendi y la dinamización de los estudios históricos sobre el carlismo

Una de las contribuciones recogida es la del profesor Miguel Ayuso, presidente del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, sobre los Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español (1939-1966), de Manuel de Santa Cruz. Reproducimos sus primeras líneas

Alberto Ruiz de Galarreta con S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón a la entrada del Monasterio de Santa María la Real de La Oliva el 25 de julio de 2005

La Fundación Larramendi celebró en Madrid, los días 27 y 28 de septiembre de 2021, con ocasión del centenario del nacimiento de Ignacio Hernando de Larramendi, un seminario internacional sobre su papel en la «dinamización de los estudios históricos sobre el Carlismo». Papel indiscutible, aunque no siempre coherente en cuanto a su orientación. Los trabajos presentados en dicha ocasión han sido reunidos por Francisco Asín y Xavier Bullón en un volumen que acaba de aparecer y ha sido presentado el día 23 de los corrientes. Tres años después.

Se trata de un libro, sin duda, con aportaciones interesantes. Que se resiente de esa falta de orientación neta que acabamos de apuntar. Y que no se puede excusar por la naturaleza académica de las mismas. Pues sólo algunas, y no todas, pueden ser calificadas así.

Una de las contribuciones recogida es la del profesor Miguel Ayuso, presidente del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, sobre los Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español (1939-1966), de Manuel de Santa Cruz.

Permítasenos reproducir sus primeras líneas:

«De lo que se trata en este breve papel es de presentar la magna obra Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español (1939-1966), que Alberto Ruiz de Galarreta elaboró durante decenios y publicó a sus expensas, con la ayuda de la Fundación Larramendi en la recta final de su edición.

Alberto Ruiz de Galarreta e Ignacio Hernando de Larramendi eran casi coetáneos, aunque el año y medio largo que le sacaba el segundo al primero marcara la diferencia para la participación en la guerra, pues Larramendi combatió como requeté mientras que a Galarreta le fue imposible por tener trece años cuando empezó. Eran también amigos desde esos años bélicos que pasaron ambos en San Sebastián, de donde Galarreta era natural. Y fueron también conmilitones en la Comunión Tradicionalista de Don Javier de Borbón, ahormados en un Carlismo de estricta observancia, legitimista y tradicionalista, aunque nada complaciente con el franquismo.

Larramendi, cuando emprendió la aventura de Mapfre, mediados los cincuenta, dejó la primera línea de la militancia carlista. Pero nunca se extinguió en él la vieja llama, por más que alguna huella dejaran los cambios de los años sesenta y setenta, particularmente los religiosos originados por el II Concilio del Vaticano. Galarreta lo contaba con su desenvoltura habitual. Y también Rafael Gambra, compañero de colegio de Larramendi, aunque un año mayor, y uno de sus mejores amigos. Con todo, en el último trecho de la vida de Ignacio Larramendi, tras su jubilación de Mapfre, se reanudaron las relaciones y frecuentaciones. Soy testigo de los encargos que hizo Larramendi a Galarreta, que éste ejecutó con la diligencia de siempre. E incluso quiso que hubiera una presentación «tradicionalista» de su libro de memorias Así se hizo Mapfre[1], en la que hablamos Rafael Gambra, Alberto Ruiz de Galarreta y quien escribe estas notas, teniendo lugar en la Gran Peña[2].

Gambra me contó su vida como una lucha, primero contra El Debate, luego contra la Falange y finalmente contra las jerarquías de la Iglesia tras el Concilio. Creo que de Larramendi podría decirse algo parecido en los dos primeros capítulos, pero quizá no en el tercero. O al menos es lo que pensaba Gambra. En concreto, respecto de los años de la República, Gambra recordaba que en el colegio los enemigos no eran los republicanos, que apenas había, sino los partidarios de la táctica del apaciguamiento de Herrera Oria. Que eran inmensa mayoría. Frente a los que estaban los carlistas, reducidos en su curso a él mismo, Larramendi y Luis Felipe García Sanchiz (hijo del famoso charlista Federico García Sanchiz). La Falange, constitutivamente chulesca, tampoco tuvo nunca las simpatías de Larramendi[3]. En cuanto a la última fase, en cambio, quizá Larramendi fuera influido por el progresismo católico, lo que posiblemente determinó que no rechazara la deriva de Carlos Hugo del mismo modo que Gambra.

Ignacio Larramendi demostró su amistad a Gambra y Galarreta de múltiples modos a lo largo de su vida, y en los últimos años en buena medida a través de su patrocinio del homenaje al primero (con el libro colectivo que dirigí y editó Actas: Comunidad humana y tradición política. Liber amicorum de Rafael Gambra[4]). Respecto del segundo prestando una ayuda decisiva, a través de su Fundación (que entonces se llamaba Luis Hernando de Larramendi, por su padre, y hoy sus hijos, por el suyo, han rebautizado como Ignacio Larramendi), para que se completara la edición de los Apuntes y documentos... Que comenzó en 1979, con la aparición del primer tomo, y terminó en 1991, con la del vigésimo octavo, o mejor, en 1993, con la del índice temático. Tan es así que Alberto Galarreta quiso hacer un documento por el que legaba a la Fundación Larramendi todos los restos de la edición que quedaran, no sólo de los tomos que la Fundación había ayudado a financiar, sino de todos los anteriores, que habían corrido exclusivamente a su costa. Y nos designó a Rafael Gambra y a mí albaceas al respecto. Pero Galarreta sobrevivió a Gambra y en vida hizo la trasferencia de esos restos. De modo que mi albaceazgo ha quedado reducido a sumar la obra a la Biblioteca Virtual de Pensadores Tradicionalistas, cuya dirección Ignacio Larramendi me encomendó en su día».

Y consiéntanos terminar con las últimas:

«Las vicisitudes del carlismo no afectaron a sus principios, preservados incólumes [se refiere a Galarreta]. Los años que había colaborado con el Secretariado instituido por Don Javier y con la Jefatura Delegada de José María Valiente que le siguió, le habían dado un conocimiento interior de la organización y de sus hombres, de sus virtudes y también de sus defectos. Conservaba simpatía por el disidente catalán Mauricio de Sivatte, pero –aunque pudiera parecer lo contrario– no era un integrista sino un legitimista, o mejor, un tradicionalista integral, un carlista puro, además no vergonzante, por acudir una vez más a la tipología de Rafael Gambra. En ese sentido, se refería siempre con respeto a Don Javier, del que decía que era el último gran príncipe de la Cristiandad, y del que temía que hubiese sido su estrecha amistad con Pío XII (y su pertenencia quizá a alguna sapinière) la que le hubiera retraído en algunos momentos decisivos, por ejemplo, de la difícil relación con Franco. Y estuvo siempre en el entorno de Don Sixto Enrique, singularmente cuando después del año dos mil Rafael Gambra asumió la Jefatura Delegada de la Comunión. En hombre zumbón e hipercrítico sorprendía ver la sincera emoción con la que saludaba a Don Sixto o con la que me anunciaba alborozado haber recibido correspondencia del Castillo de Lignières: –¡Otra vez Lignières! En este sentido, yo me permití hacerle una observación, que él me recordó en muchas ocasiones posteriores, pues le había hecho impresión, a propósito de la comparación (odiosa como todas, pero instructiva como a veces) entre padre e hijo. Yo le decía que Don Javier había vivido en una sociedad en la que la realeza tenía aún un peso y una función sociales. Chapado a la antigua, pero sin acartonamientos, amigo del Papa, legitimista de hierro, conectado con todas las casas reales y metido –como decía Alberto Galarreta gráficamente– en todas las «salsas», su hijo iba a conocer un mundo en el que todo ese horizonte social había prácticamente desaparecido y su carácter más osado presentaba no sólo inconvenientes respecto de su antecesor, sino también ventajas. En plena debacle del «huguismo» (hugonotismo, como se decía con un punto de ironía malvada, de resultas de la boda del que fue Don Carlos Hugo con la princesa Irene de Holanda) Alberto salió de la disciplina y transitó por el mundo de los francotiradores, lo que alguna huella le dejó para el futuro. Se aferró a los principios y siguió disparando en todas las direcciones. Todavía en plenos setenta, recibió con gusto a Don Sixto en una de las cenas de Cristo Rey que yo había empezado a organizar siguiendo sus instrucciones. Luego le recuerdo, junto con Rafael Gambra y Carlos Etayo, participando en las reuniones que Vicente Febrer beneméritamente promovió en aras de recomponer el tradicionalismo carlista en los ochenta. A las que me sumaron generosamente. Íbamos en su automóvil, que conducía con desenvoltura y una legión de ángeles de la guardia rodeándole. Cuando pareció que fraguaba, en una organización llamada «Comunión Tradicionalista Carlista», que recibió los registros de los grupos precedentes, incluida la verdadera Comunión Tradicionalista, se dio cuenta de inmediato de que la defensa de la Unidad Católica, piedra angular de ésta, iba a ser abandonada, como de hecho fue. Así, con Gambra y Etayo, Galarreta salió de inmediato. Yo los seguí. Pepe Arturo Márquez de Prado, por su parte, anduvo el mismo camino, aunque por razones distintas. En los noventa recuerdo algunas reuniones en torno a Don Sixto promovidas por José Ramón García Llorente, a las que asistían su hermano Hermenegildo, Pepe Arturo, Rafael Gambra y Galarreta. Y, como ya he dicho, en los dos mil se sumó con entusiasmo a la Comunión reconstituida con Rafael Gambra. Don Sixto, con quien ocupó varias veces la mesa presidencial en los almuerzos de los Mártires de la Tradición o en otras ocasiones solemnes, como la conmemoración en 2008 de los 175 años del Carlismo, le otorgó en 2014 la Gran Cruz de la Orden de la Legitimidad Proscrita».

Agencia FARO

[1] Ignacio Hernando de Larramendi, Así se hizo Mapfre, Madrid, Actas, 2000.

[2] Miguel Ayuso, La Gran Peña (1869-2019). Ciento cincuenta años en la historia de España. Notas de historia, arte y sociedad, Madrid, Turner, 2019. Club de origen liberal al que pertenecía Larramendi, como yo mismo, y cuyo edificio de la Gran Vía, número 2, proyectó y dirigió el arquitecto Eduardo Gambra, padre de Rafael e íntimo amigo de don Luis Hernando de Larramendi, padre de Ignacio.

[3] Véase Miguel Ayuso, Koinós. El pensamiento político de Rafael Gambra, Madrid, Speiro, 1998, pp. 32 y ss. En esas páginas recojo las conversaciones que tuve con el autor estudiado, reproduciendo sus palabras.

[4] Miguel Ayuso (ed.), Comunidad humana y tradición política. Liber amicorum de Rafael Gambra, Madrid, Actas, 1998. Su presentación, junto con la de mi libro citado en la nota anterior, se presentaron en una cena, de nuevo en la Gran Peña, el 27 de noviembre de ese año.

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