La Corte Suprema de Justicia de la Argentina, el más alto tribunal del país, se compone de cinco miembros. Actualmente la forman solamente cuatro, porque desde 2021 hay una vacante que no se ha podido llenar por los enjuagues políticos: cuando un partido no puede sacar tajada, no deja que otro le dé un mordisco a la torta judicial.
Además, a fin de año se producirá una nueva vacante: uno de los altos magistrados se jubila. Van a quedar tres, como los mosqueteros. Pero el presidente Milei tiene dos ases en la manga para ganar una buena porción del pastel. Una carta ya se anticipó que no es de las buenas: el actual juez en lo criminal y correccional federal Ariel Lijo, que Milei postuló, ha caído en desgracia (¡a Dios gracias!) al descubrírsele una gran cantidad de tropelías, desaguisados y acuerdos con el poder de turno.
Volvamos la mirada al otro candidato, el que debería ser aprobado por el Senado a fin de este año. Se trata del abogado Manuel García-Mansilla, profesor y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, la casa académica del Opus Dei en Argentina.
Hemos tenido algunos destacados católicos en la Suprema Corte, como el jurista Tomás Casares, que prestigió el cargo y defendió la religión católica desde la magistratura, nada más y nada menos que en los turbulentos años del primer peronismo. ¿Podrá emularlo Manuel García-Mansilla? Lo dudo.
El postulante ha sido tildado de conservador y varios sectores políticos, principalmente el kirchnerismo, han abierto el paraguas porque ven una avanzada oficialista contra los derechos humanos. Por supuesto que Manuel García-Mansilla dice ser defensor de esos derechos, pero lo hace de una manera muy particular, al modo, diría de Groucho Marx.
Por ejemplo, el candidato se ha referido al aborto diciendo que existe un «conflicto entre normas de distintas jerarquías» (las leyes y los tratados internacionales, la ley nacional y las constituciones provinciales); y agregó que se tiene que «considerar la dimensión humana en juego». Esto es un eufemismo típicamente político, disimulo de tibieza amparada en normas y sin el atrevimiento de decir lo que es, que el aborto es un crimen. En su lugar, indica que debemos mirar «la dimensión humana», otro eufemismo que encubre la muerte violenta del ser por nacer.
Para continuar con las medias tintas, prosiguió: «se debería separar entre legalización y penalización» (sic), fórmula magisterial que nada dice, porque hay conductas que pueden estar legalizadas y penalizadas, otras que están legalizadas y no penalizadas, que es lo que acontece con el aborto voluntario: es legal en Argentina y no tiene sanción penal.
García-Mansilla sostuvo también que su posición respecto del aborto «no es confesional», queriendo decir que es estrictamente jurídica, en cierta forma quitándose el sayo de católico. Separa, como haría cualquier protestante que se precie, el cargo de las creencias, la espada de la fe. Un discípulo de Lutero no lo hubiera dicho mejor.
Pero luego viene un dicho que de jurídico no tiene nada: «Nuestro derecho positivo -explicó García-Mansilla- tiene muchas consideraciones sobre el interés superior del niño». La persona por nacer, el nasciturus, es para este eximio profesional del derecho, un niño, un ya nacido. Que un cualquiera se equivoque, vaya y pase; pero que un futuro juez de la Suprema Corte lo haga, preanuncia lo que serán sus fallos, más bien fallidos.
Lo más doloroso y preocupante del caso es que García-Mansilla dejará de lado (si no lo ha dejado ya) su convicción católica antiabortista para plantear el tema en un contexto puramente jurídico, desconociendo, como muchos católicos pro vida, que el derecho positivo es cambiante, que nunca sirve como argumento de fondo en el combate contra el aborto. La defensa de la vida del ser por nacer es moral, de ley natural, porque es, finalmente religiosa: si no se permite que ese ser nazca, se lo priva del bautismo, es decir, de la salvación eterna. ¿Lo sabrá García-Mansilla?
Leyendo sus expresiones me acordé de Groucho Marx. «Estos son mis principios -dijo el cómico-. Si no le gustan, tengo otros.» Nuestro Groucho nos dice: «Respeto el aborto porque es legal. Pero, si no le gusta, miremos a la dimensión humana.» Nunca se atrevió a denunciar el aborto como un crimen, sabiendo que la Iglesia Católica siempre ha sostenido que una ley injusta no es ley, es violencia, una corrupción de la ley.
La ley injusta -como la que permite el aborto y no lo penaliza- no obliga en conciencia. Sabemos que en tales casos hay que obedecer la ley de Dios antes que la ley de los hombres. El que no obedece la ley divina, estando obligado a ello, peca.
Dios nos libre y guarde también de este otro Groucho Marx criollo.
Juan Fernando Segovia
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