El pasado día 3 de noviembre, el presidente del «gobierno», Pedro Sánchez, y el jefe del Estado, Felipe mal llamado «VI», realizaron una visita oficial a Paiporta, una de las zonas más afectadas por las catastróficas consecuencias de la gota fría que cayó sobre Valencia el 29 de octubre. A su llegada fueron recibidos, sobre todo el primero, con indignación y con lluvias de objetos y barro.
Todo ésto ha animado a la imaginación de muchos españoles a fantasear con una revuelta civil de «los de abajo contra los de arriba», tal y como enuncian algunos eslóganes propalados por redes sociales. Y si bien está por ver que haya una disposición real a todo lo que implica revolverse contra los poderes inicuos, lo que sí es cierto es que esta natural indignación se ha sumado al descontento con la gestión de la pandemia y con la amnistía catalana, todo lo cual va creando en el pueblo español una mayor sensación (que no alcanza a tornarse en convicción fundada, ni siquiera en opinión) de que los poderes establecidos no merecen su sometimiento.
No cabe duda de que aquella indignación fue totalmente merecida dada la incompetencia con la que las Administraciones (centrales y autonómicas) gestionaron este desastre meteorológico: desde la tardanza de los avisos hasta la ausencia de un despliegue total por parte del Estado de la ayuda y los recursos necesarios. No obstante, las barreras mentales que el régimen del 78 ha generado en los españoles provoca que estos revoltosos sólo sepan pedir una dimisión o un cambio de color en el parlamento. Poco han tardado las redes en convertirse en una lucha entre los que culpan al azul de Mazón y los que culpan al rojo de Sánchez. Si bien, según parece, Sánchez solamente tenía que haber dado más abrazos y puesto más cara de triste para contentar a estos revoltosos, como sí supo hacer Felipe. En el mejor de los casos, en redes escucharemos el manido «todos los políticos son iguales», si bien pronunciado por aquellos que se rasgarán las vestiduras a la hora de la verdad si realmente se pone seriamente en duda el sistema del 78.
En definitiva, estas reacciones pasan por alto dos cosas. La primera es que nunca se debe perder de vista lo que verdaderamente ha hecho que los valencianos hayan sido abandonados a su suerte: a la cúspide del sistema no le preocupa el pueblo español, sino solamente competir por quién es el que mejor aplica la ideología mandada por la plutocracia globalista. Para frenar «la emergencia del cambio climático» nuestros tiranos siempre están al día para imponer todas las cargas y tareas «ecológicas» que el pueblo llano ha de cumplir para «salvar el planeta», pero no le preocupamos lo suficiente como para movilizar y hacer efectivos los medios para rescatar vidas y ayudar a las víctimas. Para pavonearse de un antifranquismo paranoico e impostado, estaban dispuestos a reconvertir el denominado Plan Sur en un paseo, sin importarles que en una riada dicho paseo se convirtiese en un cementerio. Para aplicar «la nueva normalidad» estuvieron dispuestos a usar las últimas tecnologías para geolocalizarnos, vigilarnos con drones u obligar al uso del móvil hasta para leer un menú, pero no se molestan tanto en utilizar nuestros dispositivos para prevenirnos de la muerte cuando nuestras vidas corren peligro inmediato. Para demostrar su humanismo igualitario, están dispuestos a penetrar hasta aguas extra jurisdiccionales para socorrer «refugiados», pero cuando se trata de los valencianos, «si quieren ayuda, que la pidan». Debe comprenderse, pues, que lo que nos deja a merced de todo tipo de tormentas no es la incompetencia de este o aquel partido, sino el propio sistema político en sí, el cual no tiene como propósito servir al bien común de la patria, sino plegarse a la misma ideología liberal que lleva mutando más de dos siglos.
En segundo lugar, y a consecuencia de olvidar lo recién expuesto, el pueblo español cae en la trampa de los poderes traidores: el reclamo desesperado de la ciudadanía para que el poder actúe le puede servir perfectamente de excusa para aplicar todo tipo de medidas draconianas y totalitarias, escudados en que la queja ha sido precisamente la inacción. Recordemos que los que más gruñían contra las vacunas y los pasaportes COVID fueron los mismos que se quejaban de que el Estado no actuó lo suficiente para prevenir la llegada del coronavirus. Siguiendo esta lógica dialéctica, sería coherente la imposición de confinamientos extremos cada vez que llueva, o hacer y deshacer localidades a capricho para evitar riadas, terremotos u otros peligros del tenebroso cambio climático. Los cientos de coches destrozados que bloquean las carreteras tras el diluvio también son una excusa perfecta para que nos dicten cómo, cuándo y cuánto desplazarnos.
En conclusión, las barreras mentales del liberalismo nos llevan a pensar que los problemas y las soluciones siempre se hallarán en el color del partido gobernante o en su acción o inacción. Pero nunca hay que olvidar que nuestras estructuras políticas actuales fueron ideadas por traidores siervos de ideologías extranjeras; con lo que las soluciones se hayan fuera de ellas, no dentro. Y sí: la dejadez por parte de estas «Administraciones» es una vergüenza y una injusticia en un sistema en el que dependemos sólo de ellos para disfrutar de medios efectivos. Pero precisamente por ello mismo, debemos recordar que el objetivo ha de ser dejar de vivir bajo un Estado liberal del que depender para casi todo. El objetivo ha de ser el restablecimiento de la sociedad orgánica y del principio de subsidiariedad (que, desde luego, presupone la necesaria ayuda y dirección de los cuerpos superiores de la comunidad política, encabezados por el Rey), para que las regiones, municipios y demás cuerpos intermedios, bajo sus fueros, tengan la jurisdicción y fortaleza necesarias para desplegar sus propios medios sin depender de una estancante burocracia estatal. Nos hacen creer que una revuelta consistiría en sentar a alguien de otro color en el parlamento, y nos despistan de que la verdadera «revuelta» pasa por restaurar el entramado comunitario para que las asociaciones y patrullas vecinales que están gestándose mantengan y fortalezcan las competencias y recursos que nunca debieron sustraérseles. Y es que, en fin, la auténtica «revuelta» no es otra que la vuelta a la tradición española.
Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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