
Trágica nos parece la postura ideológica en que desembocó Vázquez de Mella en sus últimos años, poniendo toda su confianza en la Dictadura «de orden» como una imprescindible terapia temporal para los padecimientos españoles. Como hemos señalado anteriormente, es inevitable que la Dictadura, en cuanto tal, sea constantemente funcional a la propia Revolución. La posibilidad, por tanto, de que la Dictadura desemboque, –como conjeturaba Mella– en algo distinto al sistema parlamentario (tan loablemente combatido, sin duda, por el gran orador asturiano), es una pura quimera. La tan acertada descripción que dibuja Mella de los efectos producidos por la Dictadura en caso de «fracaso», no es en verdad sino la indefectible consecuencia de esa herramienta republicano-liberal.
Esta teoría de Mella en favor de la Dictadura fue asimilada por los adeptos de su Partido, y en general se convirtió en moneda común entre los tradicionalistas-maurrasianos juanistas, quienes persistían empecinadamente en el empeño de autodefinirse con la etiqueta de «monárquicos». Contra estos falsarios consagró el preclaro legitimista Luis Hernando de Larramendi, entre otras, unas líneas magistrales en el capítulo titulado «Dictadura» perteneciente a un excelente libro suyo que, aunque terminado en febrero de 1937, no pudo ver la luz hasta 1952 bajo el rótulo Cristiandad, Tradición, Realeza.
«Cuando la descompuesta violencia contradictoria de todas las tiranías revolucionarias sueltas –empieza afirmando Larramendi– hace ya imposible la vida social, la vida política, al hombre, la Revolución acude al poder personal: precisamente, su enemistad excesiva y temática. Pero no al poder personal abonado, justificado, determinado por la tradición y los justos títulos, sino a cualquiera, al más impreparado de los hombres, al más inexperimentado de los desconocidos, o al más desacreditado de los tiranuelos en circulación. ¡Una dictadura! La dictadura no la ha inventado ningún Papa, ningún Rey, ningún cuerpo social natural. La dictadura es invención democrática» (citamos de la segunda edición de 2011, Fundación Ignacio Larramendi, pp. 89-90. El subrayado es suyo).
El ilustre jurista observa que uno podría en principio estimar la Dictadura como menos mala que la democracia, ya que la unidad de mando personal permite al menos la viabilidad de un cierto gobierno frente al ordinario desconcierto gubernamental de la demagogia. «Pero –precisa a continuación– la dictadura no tiene verdadera unidad política. Por su misma índole, su aparición es siempre un salto. El dictador, sea quien fuere, aparece interrumpiendo su vida y tomando en ella, improvisadamente, una acción completamente distinta; la unidad se ha roto fundamentalmente. Sale de una condición y clase social determinada en la que hasta entonces ha vivido, a la que conoce más y llena su espíritu preferentemente, y no puede sentir ni comprender lo mismo a las demás condiciones y clases, aun admitiendo la mejor voluntad; es clase, lo ha sido siempre, no dejará de serlo con facilidad nunca: no está en condiciones naturales de ser un centro de armónica unidad» (pp. 91-92. El subrayado es suyo).
Larramendi indica en los párrafos inmediatos algunas de las afecciones o trastornos inherentes que acompañan a un poder advenedizo como el de la Dictadura, tales como la plaga de nuevos intereses creados generados en torno a su persona; el menosprecio colectivo dispensado por múltiples sectores que ven encumbrado a un hombre proveniente de condición social igual o inferior; o la necesidad de rodearse de una multitud de auxiliares improvisados –toda vez que «tomar la dictadura es responder de acudir a todos los problemas»–, los cuales ya se encargarán de descargar sobre el dictador todos los yerros en que necesariamente habrán de incurrir.
Nuestro autor remata su enumeración destacando el grave trance inevitablemente generado por la sucesión: «Con facilidad –apunta Larramendi– las cañas se vuelven lanzas; porque una dictadura tiene siempre abierta la sucesión en el parecer de las gentes y porque carece de otro título que el que cualquiera puede conseguir lo mismo. La sucesión está siempre abierta. Aun tratándose de un dictador genial y buena orientación, por pronto que llegue al poder es ya hombre cuajado. La misión de un dictador no es confiar su obra al porvenir, sino realizarla y aprovechando el tiempo, porque la vida es corta. Lo intenta todo, lo revuelve todo, y como la vida es demasiado breve, cuando ya están lesionados todos los intereses, revueltas hasta las tejas y hasta muchas cosas sueltas hechas, ¡se acabó! Se acabó el dictador; la obra ni se acabó, ni la acaba nadie; el genio se lo llevó al sepulcro y la sucesión es un laberinto, un puerto de arrebatacapas, cualquier cosa menos un dictador con el mismo genio, la misma vocación y la humildad necesaria para seguir la obra ajena y no echar un cuarto al palo de la genialidad personal». Y agrega más adelante: «Aun no fracasando el dictador y acabando sus días en función, la dictadura se acaba pronto. Los que no se habían arriesgado antes, se arriesgan para recoger la sucesión a la hora de la muerte. Otra vez la selva. Otra vez las facciones y el telar de las más audaces desvergüenzas en juego. La dictadura –ratifica el insigne jurista– no tiene título en forma ni tiene continuidad. Por eso, siendo fácil el gobierno personal […], aunque le acompañe el acierto y reporte grandes beneficios mientras dura, luego desaparece y no queda huella; resulta estéril» (pp. 93-94).
Finalmente, D. Luis contrasta la actitud de los realistas españoles, que claman como única verdadera solución la directa restauración del titular de la legitimidad monárquica española, frente a los sedicentes «monárquicos» del momento que se dedicaban a encomiar el artefacto republicano de la Dictadura. «Cualquiera sirve para dictador –remarca Larramendi–. Cuando se pide una dictadura no es siempre cuando el dictador ha aparecido, sino antes, cuando nadie sabe quién pueda serlo: ¡cualquiera!». Unos creerán que tal estadista, por una diatriba enérgica que dio, es el dictador que hace falta; otros opinarán que debe serlo tal General, por un gesto fuerte que mostró. «Pero no tiene nadie –concluye el prócer carlista– mejores fundamentos para entregar la nación en manos de alguien. Lo que se pide es una dictadura, sin más preocupaciones. Es el hábito del partidismo. Un partido nuevo cada rato; un idolillo cada mes. En nombre de la democracia y de los tiempos modernos. Nadie pide certificados de aptitud, exámenes, ni unas oposiciones siquiera. ¡Una dictadura! Mas, si se desliza la esperanza de algún Rey, todo el mundo contesta al conjuro de la misma locura: “¡Pero un Rey no estaría preparado!”».
«Entre los partidarios de la monarquía [sic] –explana al momento Larramendi, en alusión a los pseudomonárquicos de la ilegítima rama liberal en pacto colusorio con la Dictadura franquista– ocurre eso y ocurre algo más. Sus hierofantes y oráculos preparan en recortes de lectura y cavilaciones dolorosas las magníficas frases que van a improvisar […] para decir de la monarquía: “La Nación tiene este dilema: el mando único salvador, o la soberanía del desmán; la gloria que cantan desde los fastos de la Historia las entrañas de la Patria, o el infierno soviético”. Y luego, al volcar su profundo designio práctico, sacan de las entretelas o de las entretelarañas de su estadismo estas disparatadas consecuencias: “La monarquía, como una esperanza remota, porque antes hará falta un gobierno fuerte, provisional, que reconstruya el país y que establezca una constitución para que pueda venir el rey”. Es decir, que la monarquía no es salvación, sino náufrago al que se ha de salvar. Los salvadores son ellos, un gobierno cualquiera, los más acreditados del demos, una república, el mando de muchos para restablecer la vida pública. Luego, esperanza remota…, cuando ya todo está construido, se pone como remate el adorno de un rey. ¡No sirve para otra cosa! Ése es el rey [sic] del régimen democrático constitucional, y los que así piensan son revolucionarios hasta la médula aunque no lo sepan. No puede llegar a más envenenamiento revolucionario una sociedad» (pp. 96-97. Los subrayados son suyos).
En el último párrafo del capítulo, el ilustre publicista incorpora una metáfora que condensa toda la crítica previamente expuesta: «En cuanto a las dictaduras de salvación, por cualquier lado que se las mire, siempre ofrecen la misma moraleja: el dictador no es un director de orquesta; es uno de la orquesta que se ha metido inesperadamente a dirigir; habitualmente sólo lee en un pentagrama la partitura de su instrumento y no sabe ni tiene costumbre de leer, simultáneamente, en cada compás, los múltiples pentagramas de que se integra el canto y acompañamiento para los instrumentos de cuerda, de viento, de metal y de parche que componen la orquesta. Ni sabe más que la propia partitura. Por las circunstancias del caso, no posee la batuta para dirigir». En consecuencia, «¡Se le irá la orquesta! Si para imponerse acude a los gritos y a las manos, la sinfonía tendrá más ruido que música. […] De todos modos no puede ser director más que de ocasión y por poco tiempo. En fin de cuentas, lo que pueda hacer uno cualquiera de la orquesta, como director, es lo menos que puede hacer el legítimo director» (p. 98. El subrayado es suyo).
En consonancia con estas verdades, quisiéramos culminar nuestro breve repaso sobre el engañoso arbitrio liberal de la Dictadura citando las esclarecedoras palabras –sacadas de su libro La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (1954)– con que otra gran personalidad y maestro carlista, Rafael Gambra, justifica incontestablemente, mediante argumentos histórico-sociológicos –suplementarios de las primarias razones morales y jurídicas que apremian a todo católico español–, el imperativo restablecimiento en el acto de la nuda y exclusiva Monarquía Católica legítima como primordial condición ineludible para poder iniciar una auténtica sanación de las Españas:
«Y aquí, como en tantos momentos –enuncia Gambra–, surge la diferencia esencial entre la Monarquía tradicional y todos los demás regímenes de sello revolucionario, que son de opinión o de partido. La Monarquía, precisamente por estar vinculada al tiempo y a las generaciones, por situarse sobre los grupos e intereses y no deberles nada, procura apoyarse en las más viejas y estables instituciones y en las más nobles autonomías que, como ella misma, hunden su prestigio en la Historia. Sólo la Monarquía no entra en rivalidad con la sociedad, porque es, cabalmente, el único régimen social en el puro y profundo sentido de la palabra.
Tal fue el caso de la tradicional Monarquía española, por más que se haya querido ver en su Historia una evolución constante y uniforme hacia la desaparición de las libertades y autonomías locales y sociales. Como dijimos, en poco o en nada había variado de hecho nuestra organización municipal y gremial desde los primeros Austrias hasta Carlos IV, al paso que, desde la instauración del régimen constitucional, varía el panorama en pocos años hasta resultar hoy casi desconocida para el español medio la antigua autonomía foral y municipal.
La Monarquía viene a ser así la condición necesaria de esa restauración social y política. Si todas las sociedades e instituciones que integraban el cuerpo social eran hijas del tiempo y de la tradición, en el tiempo y en la tradición deberán resurgir. Su restauración ha de ser, necesariamente, un largo proceso. Para que se realice, se necesita de un poder condicionante que se lo permita y que las encauce y armonice en un orden jurídico. La Monarquía es la única de las instituciones patrias que puede restaurarse por un hecho político, inmediato; y ella es, precisamente, ese poder acondicionador y previo. En frase de Mella, “la primera de las instituciones, que se nutre de la tradición, y el canal por donde corren las demás, que parecen verse en ella coronada”» (pp. 205-207. Los subrayados son suyos).
Félix M.ª Martín Antoniano
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