Generalmente se suelen identificar de manera exclusiva los orígenes políticos de la Revolución con el pensamiento de los racionalistas ilustrados: las sociedades de Cristiandad vendrían arrastrando una serie de prejuicios dogmáticos, costumbres irracionales, órganos absurdos, etc., que habría de ser sustituida por un nuevo orden sociopolítico cuya verdad y bondad estarían determinadas a la sola luz de una razón instruida y culta.
Pero esta corriente –podríamos decir principal– en la que se fundamentan los procesos revolucionarios, iba a necesitar de un complemento ideológico más astuto y necesario para la consecución de sus fines: la afirmación de supuestos precedentes históricos que allanarían la progresiva aceptación social de los elementos y piezas introducidos por los liberales en su nueva organización constitucional. Esta última línea ideológica se encuadra en una atmósfera general supuestamente contraria al racionalismo, y que recibe el nombre de romanticismo. A efectos prácticos, está al servicio del afianzamiento de las nuevas estructuras liberales; y su mayor peligro radica en una supuesta sustentación y defensa de antiguas y beneméritas instituciones multiseculares queridas por la sociedad, pero convenientemente adulteradas y falsificadas a fin de identificarlas con las nuevas establecidas por los revolucionarios (los cuales, incluso, para mayor confusión, utilizarán los mismos términos para su denominación).
Así, en los terrenos jurídico y sociopolítico, el movimiento general romántico se materializará en la llamada escuela historicista o tradicionalista. Y es esta escuela la que está en la base de todo pensamiento político nacionalista (así del centralista o españolista, como del periférico o autonomista). Insistimos en su carácter esencialmente racionalista: aunque afirmen apoyarse en supuestos históricos, éstos están convenientemente manipulados para ver en ellos pretensos antecedentes prácticos de los principios de «derecho» natural racionalista originadores de la nueva configuración política.
Aunque en un principio los revolucionarios «españoles» más avanzados (hoy diríamos «de izquierdas») se adscribían a la corriente romántica nacionalista, pronto dejarían este campo en manos de su otra familia revolucionaria complementaria: los moderados o conservadores. Como muy bien estudiaron Canals Vidal y su escuela, es en los ambientes sociales conservadores donde debemos encontrar el cultivo y la promoción del tradicionalismo-nacionalismo ideológico, y no en el ámbito social de las familias legitimistas españolas.
Pero contra estas últimas surgiría otro enemigo racionalista más poderoso y sutil todavía; enemigo abortado también en el seno de las filas sociales conservadoras: el movimiento catolicista. Este movimiento se complementa con el del nacionalismo, y al conglomerado que de él se forma es al que normalmente se reserva el calificativo de tradicionalista. Sus fundadores fueron Balmes y Donoso Cortés, y, del mismo modo que los románticos historicistas-medievalistas tergiversaban las realidades sociopolíticas del régimen multisecular de Cristiandad al servicio del liberalismo existente, los catolicistas se servían de la Religión y de su doctrina social para arrastrar a los católicos españoles a aceptar el nuevo «derecho» y los nuevos poderes usurpadores constituidos. Insistimos una vez más en que los métodos podrán diferir accidentalmente, pero el resultado práctico es siempre el mismo: la aceptación sumisa de los hechos consumados revolucionarios.
El movimiento catolicista, a su vez, se escindiría en dos vertientes para mayor confusión: una, la liberal-católica o democristiana o balmesiana, que, amparada en el reconocimiento vaticano del nuevo régimen revolucionario, se identificaba totalmente con éste; y la integrista (que se agenció para sí el nombre de tradicionalista), perdida en tierra de nadie, y refugiada en las regiones etéreas cultivando la pureza de los postulados abstractos que le suministraban las Encíclicas antiliberales.
Los legitimistas españoles, por el contrario, parten siempre de los hechos concretos, y mantienen una consecuente actitud siempre con los pies en el suelo. A diferencia de los nacionalistas y democristianos, no aceptan como un hecho consumado los actos de fuerza y violencia de la Revolución, sino que denuncian su nulidad de pleno derecho y la vigencia (nunca legalmente abrogada) de los Derechos prerrevolucinarios hispánicos. Y, a diferencia de los integristas, no pretenden la aplicación de unos principios católicos abstractos para la construcción de un «nuevo Estado», sino que permanecen en la defensa de la vigencia de iure de Leyes concretas, y de la legitimidad de Personas Reales de carne y hueso, cuya restauración fáctica sostienen.
Félix M.ª Martín Antoniano.