La tradición es uno de los conceptos centrales de la política católica, por tanto, del carlismo. Es importante abordar su significado para comprender nuestra política. En cierto aspecto, se puede considerar a los pueblos como un cuerpo de historia acumulada[1].
Geografía, raza o idioma, entre otras cosas, suelen tomarse como elementos de la tradición de un pueblo particular. Pero esta definición sería incompleta si no tenemos una concepción cristiana del hombre. El fin natural y sobrenatural del hombre más allá de cualquier trayectoria histórica.
Los elementos de una costumbre o una tradición perviven en el tiempo, siendo depurados según sean morales. Según sigan la ley y voluntad de Dios, fuente de toda bondad y verdad. Para conservar la tradición del pueblo cruceño en Bolivia, por ejemplo, no basta con tomar en cuenta su geografía (zona de los llanos) o su raza (guaranís, chiriguanos, etc.), ni su idioma (sus lenguas aborígenes). Toda tradición digna de conservarse se debe fundar en la ley natural. Esta ley natural la conocemos por la razón, pero también está revelada por Dios y custodiada por la Iglesia.
Hace falta someter las costumbres a una perfección moral. En nuestro caso, ¿en qué medida el pueblo cruceño puede seguir la voluntad de Dios? ¿En qué medida sus costumbres le acercan al bien? Siempre se puede conservar elementos del pasado prehispánico. Siempre y cuando no ofendan a Dios, que no perjudiquen el orden natural que Él ha dispuesto para que busquemos el bien.
La tradición no consiste en elementos meramente históricos. El valor de una costumbre no es que sea histórica, ni antigua. Sino que conduzca al bien y la salvación del hombre. Debemos tenerlo en cuenta para una comprensión católica de la tradición. La Tradición católica es el nervio de toda tradición que merezca ese nombre.
[1] Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra y Francicso Puy, ¿Qué es el carlismo? Escelicer. Madrid, 1971. Pp 43-46.
Aarón Mariscal, Círculo San Juan Bautista.
