Rosa Menéndez de Caldevilla e «Iglesia-Mundo»

Reproducimos a continuación en La Esperanza un artículo escrito por el profesor Miguel Ayuso, presidente del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II y director de la Revista Verbo, que ya publicó el blog Las Libertades el pasado 31 de enero con motivo de la noticia del fallecimiento de Rosa María Menéndez Carrillo, viuda de Jaime Caldevilla García del Villar. 

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El lunes 24 de enero, tres meses antes de cumplir los cien años, ha fallecido en Madrid Rosa María Menéndez Carrillo, viuda de Jaime Caldevilla García del Villar. Ambos nombres van unidos al de la revista Iglesia-Mundo. Jaime Caldevilla, asturiano como su mujer, que había sufrido prisión durante la revolución de 1934, durante la guerra combatió en el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Covadonga. Estudió posteriormente Filosofía y Derecho en Oviedo, aunque su principal dedicación iba a ser el periodismo. Dirigió el diario Región y desempeñó el puesto de consejero de Información y Prensa en la Embajada de España en Cuba, participando como experto de la delegación española en tres asambleas generales de Naciones Unidas. Su época cubana coincide con la revolución castrista, periodo en el que facilitó la salida de la isla a miles de españoles y cubanos. Respecto de éstos su ayuda se extendió y recuerdo en la redacción y administración de Iglesia-Mundo a varios cubanos que se habían beneficiado de su generosidad.

Nació la revista en 1971, en el contexto de la famosa Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes, que agitó las aguas eclesiásticas con la aparición —que a algunos sorprendió, cuando lo que sorprendía era la sorpresa— de un progresismo campante. Una treintena de obispos se hallaba detrás del proyecto, aunque el número decreciera enseguida sensiblemente. Don Laureano Castán Lacoma, obispo de Sigüenza, y don José Guerra Campos, obispo auxiliar de Madrid, se distinguieron particularmente por su apoyo. Además, las tensiones entre los propios obispos, de un lado, y entre los obispos y la revista, de otro, no tardaron en aparecer. El arzobispo de Toledo, don Marcelo González Martín, que quizá no tuvo vinculación inicial con la empresa, fue adquiriendo en cambio con el paso del tiempo indudable relieve. Las razones de todo ello tienen algún punto de misterio, no ajeno al desenvolvimiento de las sapinières eclesiásticas. Y también a la acción de los servicios de información del régimen de Franco. Porque Carrero Blanco también andaba en el juego.

La revista, en todo caso, se movió generalmente por los predios del conservadurismo eclesial, sin entusiasmo por las reformas conciliares, pero sin oponerse tampoco decididamente a ellas. En este sentido, roturaba otros campos distintos de los del ¿Qué pasa?, cuya segunda época, la más interesante, se extendió entre 1964 y 1973, con un estrambote entre 1978 y 1981. La publicación dirigida por el «jabalí» Pérez Madrigal, más selvática, no era controlable por la jerarquía eclesiástica, aunque del lado civil también se moviera alguna mano. Así pues, los colaboradores tradicionalistas eran particularmente visibles. Y, entre ellos, destacaba el libérrimo Alberto Ruiz de Galarreta y su legión de nombres de pluma. En Iglesia-Mundo, en cambio, sólo ocasionalmente pudo darse alguna apertura al tradicionalismo y siempre que no resultara chocante al establishment clerical y civil.

Jaime Caldevilla apenas sobrevivió a Franco, pues falleció en 1976. Su viuda, Rosa, tomó entonces el relevo. De ese momento inmediatamente posterior a la desaparición del primer director datan mis primeros recuerdos personales de Iglesia-Mundo. En 1978, EDIMSA, esto es «Ediciones Iglesia-Mundo, Sociedad Anónima», nombró director a Jesús María Zuloaga, periodista experimentado, inquieto y más bien disparatado, que cambió el formato, de manera poco feliz, y nunca llegó a identificarse ni con la línea fundacional ni con la que otros hubiéramos preferido adquiriese. De origen opusiano, aunque a la sazón con alguna autonomía, fue represaliado como director de Semana en 1966 por haber publicado la víspera del acto anual de Montejurra, en la portada, una foto de Carlos Hugo de Borbón (antes de que cupiera imaginar su posterior traición) con su mujer la Princesa Irene de Lippe-Biesterfeld, seguida de un reportaje interior. Guardo memoria de los consejos de redacción, donde la presencia carlista no era menor, con Juan Sáenz-Díez, Ignacio Toca y Rafael Gambra, además de Juan María Bonelli, Eulogio Ramírez, Vicente Marrero y los dominicos —ambos asturianos— Victorino Rodríguez y Manuel de Tuya. Pero los consejos de redacción no eran decisorios. Decidía Rosa, directora en la sombra, aunque sin entrometerse —todo sea dicho— en las cuestiones técnicas. Rosa Menéndez era una mujer de temperamento fuerte y ejercía —pese a no haber tenido hijos— en su familia de origen como una suerte de matriarca. Sostuvo así con una generosidad y un vigor admirables la que había sido empresa de su marido y que fue también la de su vida.

Zuloaga duró poco, pese a que se esforzó en renovar la revista, pero sin criterio. Una pena, porque era persona con iniciativa y que se hacía querer. Pero era demasiado obvia su inadecuación para una revista del signo de Iglesia-Mundo. Tras una transición en la que, como en la ocasión anterior, se hizo cargo Pedro Rodrigo, buena persona, franco-falangista típico sin particular interés, en 1988 la empresa nombró director a Ricardo Pardo Zancada. Comandante de Infantería, acababa de salir de prisión, a donde había ido a dar de resultas de la intentona del 23-F, en la que por mantener su palabra había participado —entrando en el Congreso— cuando todo estaba ya perdido. Había aprovechado el paso por la prisión militar de Alcalá de Henares para doctorarse en Ciencias de la Información, pues a su formación militar unía la universitaria de periodismo y antes de los hechos evocados había ejercido de redactor-jefe de la revista del Apostolado Castrense Reconquista. Pardo Zancada era un caballero, pero aún menos adecuado que Zuloaga para la dirección de Iglesia-Mundo, pues —pese a esa experiencia periodística— su conocimiento de los asuntos eclesiásticos no era demasiado extenso ni agudo y, además, era de Estado Mayor, esto es, cuadriculado por definición. La revista fue declinando, y no sólo por su culpa, con las inevitables consecuencias económicas, de modo que Pardo Zancada hubo de dejar la dirección, que volvió a las manos —una vez más— de Pedro Rodrigo. El principal elemento de continuidad siguió siendo Rosa Menéndez, en funciones de redactor-jefe, que en verdad quería decir de jefe de todo.

Esos últimos años, la revista se vio obligada a dejar su sede de José Abascal, 57, para trasladarse a una mucho más modesta en el barrio de la Fuente del Berro. Donde moriría merced a la devoción de Rosa, combinada con una decisión equivocada. Javier Urcelay, que merodeaba en ocasiones por la redacción, pero sin formar parte del consejo, presentó un ambicioso proyecto de relanzamiento de la revista, que implicaba unos costes que la empresa no estaba en condiciones de soportar. El cuento de la lechera en versión de tinta y papel. Me opuse en solitario con decisión y cuando me vi derrotado, sin polémicas, le dije reservadamente a Rosa que la revista moriría inevitablemente en poco tiempo desangrada por un gasto que no se resolvería en el crecimiento de los ingresos. Así fue. Si no me confundo, en 1994. El promotor, por cierto, trató de extender el plan a Verbo y la Ciudad Católica, con rotundo fracaso en este caso, pues ahí fue rechazado de modo completo. Como seguí tratando a Rosa Caldevilla, tuve ocasión de evocar la desgraciada decisión más adelante varias veces. En honor a la verdad, Rosa nunca quiso ahondar en el asunto. Lo que me hace sospechar la mano negra de algún sodalicio secreto o, como dicen, discreto.

Nunca dejamos de vernos o de hablar por teléfono. Con gran generosidad me solía llamar para comentar aquellas de mis actividades apostólicas de que tenía noticia por el papel impreso. Sobre todo en Verbo, pero también en el ABC. Las llamadas se fueron espaciando por causa de las dificultades crecientes de audición. De manera que los contactos se limitaron a las visitas, demasiado pocas, que de cuando en cuando le hacía. Todavía en 2019 acudí a su casa de Doctor Fleming, donde la acompañaban ese día una de sus hermanas pequeñas con alguno de sus sobrinos. Estaba muy mayor, claro, pero lúcida, sonriente y decidida. Como siempre. Me fui con esa alegría. Estos dos últimos años han sido perdidos, a causa de las circunstancias de sobra conocidas. Casi centenaria, con la fe recia que siempre tuvo, nos acaba de dejar. Requiescat in pace.

Miguel Ayuso