Es de desear que la Monarquía legítima siempre se desenvuelva dentro de sus cauces ordinarios y corrientes, que implican el ejercicio católico, legal, pacífico y normal del poder por un Rey en pleno vigor de sus facultades en todo momento, y a cuya muerte lega su misma situación a un hijo ya mayor de edad con idéntica plena capacidad personal permanente.
Sin embargo, la vida real es más compleja y algunas veces surgen diferentes circunstancias que alteran aquel cuadro habitual, generando situaciones extraordinarias que exigen medidas especiales: es en estas coyunturas excepcionales en donde surge la institución monárquica de la Regencia. Es importante resaltar que el Regente no ejerce las regalías de la Corona en nombre propio, sino que, partiendo de la base de que constantemente hay un Rey legítimo (es decir, legal), las ejerce durante un tiempo en nombre de ese susodicho Rey legítimo continuamente existente, el cual, por razones que sean (ya forzosas, ya voluntarias) no se encuentra temporalmente en estado de poder hacer uso normal en sus Dominios de la potestad que jurídica o titularmente le corresponde. En los Corpus jurídico civiles de la Monarquía Católica, encontramos, como disposición básica reguladora para estos casos excepcionales, la conocida Ley 3, Título XV, de la Partida 2, en donde sólo se prevén las ocasiones de minoría de edad o enajenación; pero nada impide que pueda aplicarse por analogía a cualquier otra circunstancia en donde el Rey legítimo (recordemos, por definición, siempre subsistente) sea incapaz de poder desempeñar de manera corriente su regia soberanía. Melchor Ferrer, en su obra La legitimidad y los legitimistas (1948), recoge varios ejemplos de nuestra Historia: «No es la Regencia invención de hoy […]. La previsión política de los pueblos la había señalado para contingencias adversas: minorías como las de Fernando IV y Alfonso XI, en la que se destaca la genial Regente Doña M.ª de Molina; incapacidad física o intelectual, [como en] la Regencia de Fernando V [en nombre de Juana I La Loca, el cual jurídicamente designó] como Regente sucesor al Cardenal Cisneros; ausencia del Rey, como fue la Regencia del Cardenal Adriano de Utrecht en tiempos de Carlos I; Regencia por cautividad del Monarca, como fueron las de Cádiz [la anterior a las «Cortes» liberales, se sobreentiende] y Urgel en tiempos de Fernando VII; y, ¿por qué no decirlo?, Regencia cuando la sucesión no ha quedado bien definida […]».
Como consecuencia de la usurpación revolucionaria y del nuevo estado de oposición en el exilio en que ha quedado la Monarquía legítima española en nuestros tristes (y no obstante esperanzadores) tiempos, a la Regencia se le ha añadido otra finalidad junto a las que ya tradicionalmente ostentaba: la de evitar la prescripción jurídica en favor de la Revolución; prescripción que se impide gracias, precisamente, a la función jurídica propia tradicional de continuidad monárquica que la Regencia representa y ejercita.
En nuestra época contemporánea, hemos tenido tres casos de Regencia: 1) la Regencia de la Princesa de Beira, alzada primero en nombre (y sustitución) de un Rey Juan III totalmente incapacitado por su apostasía liberal y sumisión a la Usurpación; y, desde 1864, en nombre del menor de edad Carlos VII. 2) La Regencia de D. Javier, encomendada por el Rey Alfonso Carlos en su Real Decreto de 23 de Enero de 1936. Ocupó la Regencia hasta el 31 de Mayo de 1952, fecha en la que se limitó a constatar que la había estado ejerciendo todo ese tiempo en nombre… de sí mismo, pues es él quien había sido el verdadero Rey legítimo español desde el 29 de Septiembre de 1936. Hubo en este caso una importante polémica surgida a raíz de una mala interpretación de la Regencia de progenie integrista-tradicionalista, que consideraba esta institución como «vía de instauración monárquica» susceptible de prolongación indefinida, en lugar de simple «vía de continuidad monárquica» que había de resolverse lo antes posible declarando al miembro de la Familia Real titular de la Corona conforme al Derecho (interpretación, esta última, que era la correcta y legal; y, por otra parte, la que reflejaba la verdadera intención del Rey Alfonso Carlos y del legitimista Luis Hernando de Larramendi, redactor del borrador de la Ley regia, como muy bien señalaba Rafael Gambra). 3) Por último, la Regencia de Don Sixto Enrique de Borbón, quien tuvo que levantarla en Septiembre de 1975 en nombre de su padre el Rey Javier, ante la imposibilidad de éste de poder ejercer, desde principios de los setenta, de manera normal, su regia carga, a causa del mefítico ascendiente que en él ejercía su devenido socialista hijo Carlos Hugo. Tras la muerte del Rey en 1977, D. Sixto Enrique continuó desempeñando la Regencia, creyendo hacerlo en nombre de alguno de sus dos sobrinos Carlos Javier y Jaime. Pero, dado que éstos han seguido los inhabilitantes pasos de su padre, nos preguntamos si –al igual que ocurrió con D. Javier– no habrá estado ejerciendo realmente D. Sixto Enrique la Regencia todas estas décadas en nombre… de sí mismo.
Félix M.ª Martín Antoniano