Sobre las dimensiones del desenlace (II)

El Dragón da su poder a la Bestia. Beato de Fernando I y Doña Sancha

En el anterior capítulo de esta misma serie, al clausurar la exposición sobre las tres dimensiones temporales que históricamente se han sustantivado en los diferentes atributos de nuestra Santa Fe y de su Sagrada Liturgia, nos ofrecimos a describir la crisis eclesial contemporánea desde las categorías que la razón escolástica nos ha concedido para dar cuenta de la temporalidad como hecho físico; esto es, en su relación con el movimiento. Remontarse a la génesis per se del trauma desatado en aquella institución no es el principio de este texto, por hallarse los ramales de toda crisis enraizados en la maculada primogenitura. Antes bien, conociendo que la proyección de La Esperanza es el comentario de lo que hoy acontece, vamos a ocuparnos, en primer lugar, de una materia que ya ha sido por todos advertida: el chanchullo modernista, no sólo a causa de su vigencia, sino por ser la herejía que aúna todos los deshechos anteriores.

Por razón de insuficiencia, la acometida del modernismo ha sido unidimensional: su naturaleza es presentista, manía de la actualidad, y, quienes desde ella se opusieron al precepto de Santa Tradición, como enemigos seculares de la Iglesia, lo hicieron con el ánimo primario de liberalizar la histórica organicidad católica. Hemos hecho cita de una insuficiencia, y queremos subrayar este supuesto, aun cuando no se pretenda desmentir, con ninguna letra, la fatalidad de los tiempos modernos. Lo cierto, sin embargo, es que el conatus de la antedicha herejía ha requerido de posteriores adherencias, tanto políticas como culturales, para llevar a efecto el desenlace: por cuanto nuestra Madre Iglesia, en su Tradición, no sólo contemplaba las tres dimensiones temporales, según enunciamos en el artículo previo, sino que, aún más, las hubo trascendido desde su origen, toda vez que se instituyó como resultado de un vínculo eterno. Monseñor Lefebvre, ex eloquentia, enunciaba con gran justicia la tridimensionalidad de lo heredado, que es superior a cualquier tropo del reformismo: «la Tradición, esa es la señal de nuestra obediencia: Iesus Christus heri, hodie et in sæcula». No obstante, ya los filósofos de la Razón y del Romanticismo habían tratado de desvincular la Fe de sus aspectos temporales, proponiendo un saber autónomo, individualista, frente al logos histórico, comunitario. Fue así que el Papado renovó su atributo de Katejon, sosteniendo, durante algunas generaciones más, el velo que engarzaba al pueblo con la catena aurea de la ortodoxia frente a la impiedad.

De aquella deficiencia temprana del modernismo para perforar efectivamente el cuerpo de la sociedad católica, aun habiendo resonado en la clerecía, surgió, de entre los mismos enemigos de la Iglesia, el concepto ideológico de Nueva Era. Como consecuencia, ensayando un liberalismo esotérico para las masas, la proyección de este espíritu vino a suponer una amplitud dimensional de lo que aquella otra herejía había representado, en la medida en que al presentismo modernista se le suministró el ensueño de lo futuro: la quimera de un nuevo tiempo que ya estaba en marcha y que, a su vez, había de venir, participando del mismo ethos que el joaquinismo medieval o la noción de políticas progresistas. No por casualidad, todas las sociedades deístas anticatólicas sostuvieron una modulación de la Nueva Era medular: el Eón de Horus de los thelemitas, la distinción entre Era Vulgar y Era Verdadera de los masones, la inquietud teosófica para con los yuga o edades hinduistas… Al integrar en estas disincronías de condición presente y futura los principios parafilosóficos de ordo ab chaos y solvet et coagula se perpetró, tras unos pocos decenios, la subversión de los valores que la Santa Iglesia había custodiado honrosamente aun en sus desmanes: como siempre fue costumbre entre los revolucionarios, el nuevo tiempo debía ser ajuste de una idea de hombre nuevo, fruto de la theosis liberal que diviniza al individuo a través de su voluntad, enunciando el bonum quia volitum, la contracultura frente a la auctoritas patrum o, por ser más breves, la insubordinación ante cualquier potestad venida de Dios, como ya acusara Gregorio XVI en Mirari vos. Antes bien, lo que esta pervertida santidad ha comportado para los hombres es su disociación con respecto de las leyes naturales y divinas, desvirtuando aquello que verdaderamente es salvífico, a instancias de transmutar la imago Dei.

Hasta aquel momento, a pesar de todo, la dimensionalidad de lo pretérito se alojaba todavía, sin censura, en el seno de la Tradición, aunque caricaturizada por parte de los modernistas como una temporalidad estática, irracional, ρχαίος. La familia Rockefeller, a su vez, intervino sin descargo en unas esferas tan determinantes para el tema que estamos tratando como son la financiación del arte vanguardista y la consecuente transvaloración de la tríada verum, bonum y pulchrum en relativismo, sentimentalismo y feísmo. El miserable efecto de este recambio, suscrito por una sociedad desorientada en virtud de la ideología del progreso, ha sido el Novus Ordo Missae de la Ecclesia semper reformanda. Ante tamaño falseamiento, sólo cabe recuperar aquella condena expresada cristalinamente y con anticipo en el Manifiesto de los Persas: «los muchos delitos no son efecto de la revolución, sino de la impunidad». Llegados a este punto, se incorporó, como tercer elemento, el supuesto de la memoria histórica, para neutralizar la tridimensionalidad de la Tradición arremetiendo conceptualmente contra el último de los volúmenes temporales en sernos arrebatado: el modernismo había enajenado el presente, la Nueva Era dio falso pronóstico y la memoria histórica derogó nuestra herencia. La suma de estos tres tipos es el liberalísimo Nuevo Orden Mundial.

Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel (Córdoba).