Sobre las dimensiones del desenlace (I)

Mapamundi de Beato de Liébana

En una serie de artículos previos tratamos de aducir el origen antropológico de las instituciones naturales, su fundamento en unos vínculos de idéntica universalidad, y la conveniencia de aquellos valores que allí distinguimos como elementales e irreductibles para su preservación: el cumplimiento de los pactos en virtud de la lealtad, de la fe en el testimonio recibido, y del temor o la coacción; esto es, valores asociativos y fundacionales que remiten no sólo a una concreción sociológica, sino que, por cuanto Dios es factorem cœli et terræ, visibilium omnium et invisibilium, resultará lícito extraer de aquello una propositiva de conclusiones teologales.

A este respecto, se deduce de modo tan explícito la adhesión de nuestra Fe a la naturaleza humana, que es posible documentar una secuencia inequívoca y jerárquica de las antedichas formas de asociación universal en el Antiguo Testamento, consagradas allí por Dios Padre: en las personas de Adán y Eva se halla representado el vínculo genésico, el de la primera fecundidad; en Noé y en sus vástagos, la comunión familiar; en la progenie abrahámica, la gens, suma de individuos emparentados en distinto grado a lo largo de las generaciones; en Moisés y en su pueblo distinguimos la regulación, por medio de leyes concretas, de unos vínculos que sobrepasan el agregado de asociaciones sanguíneas elementales; y en el Reino de Judá, la realización de un poder institucional, secundum Dei legem, encarnado en una familia reinante que corona el conjunto de todas las demás familias arraigadas en diversos territorios.

Empero, por faltar los hombres en sus promesas para con Dios, habiendo traicionado los valores asociativos que consecutivamente forjaron dichas alianzas, fue en el Novum Testamentum, ocasionado por la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, donde fructificó la religatio de todos los nexos anteriores (ecce nova facio omnia, Ap. 21, 5); cuya substancia está compendiada en el Santísimo Sacramento, vinculum caritatis, que dio origen a una nueva institución: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, Corpus Mysticum, para la salvación de las almas. El propio Vázquez de Mella, en su Filosofía de la Eucaristía (1928), caracterizó el vínculo de aquella Nueva Alianza como la síntesis suprema de todas las relaciones, tanto naturales como sobrenaturales. Debido a esta razón de totalidad, la Fe del Nuevo Testamento es universalista, mientras que el pueblo judaico nunca se ha deshecho de su primitivo instinto de particularismo.

En el Antiguo Testamento, además, se advierte una dimensión temporal: los libros históricos tienen como propósito dar a conocer el pasado; los sapienciales, instruir a los hombres en el manejo de su cotidianeidad; y los libros proféticos, orientarles sobre lo que ha de acontecer, para que sean hábiles en el reconocimiento de los signos venideros. Del mismo modo, expuso San Agustín en Confessiones que en el alma de las criaturas de Dios se hallan comprendidas las tres dimensiones temporales, toda vez que el alma recuerda el pasado, atiende al presente y espera el futuro.

El Santo Catecismo de Trento nos dice, aún más, que los Sacramentos de la Iglesia Católica materializan aquella misma tridimensionalidad al reproducir, como rituales, el recuerdo de una cosa pretérita, la demostración de otra presente y el anuncio de algo futuro; concretándose todo ello, nuevamente, de forma magistral, en la Transubstanciación, según expresa el antifonal O sacrum convivium. Las tres dimensiones del tiempo no sólo están encarnadas, de este modo, en la unidad ex anima et corpore (De Ente, cap. 1), por ser los hombres imago Dei, o en los libros veterotestamentarios, sino que del divino rebasamiento in æternum del presente, del pasado y del futuro recibimos testimonio histórico a través de la Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que es Dominus temporis, según Santo Tomás, como también está indicado en el in principio, et nunc, et semper, et in sæcula sæculorum del Gloria Patri, o en la Revelación a San Juan en Patmos: qui est et qui erat et qui venturus est (Ap. 1, 8). De forma paralela, la tridimensionalidad de la Iglesia Católica es perceptible en sus estados, por componerse de una Iglesia militante, una Iglesia purgante y una Iglesia triunfante, vinculadas todas ellas en virtud de la Communio sanctorum. Será preciso señalar, no obstante, atendiendo a la tradición tomista, que sólo el prius (el antes) y el posterius (el después) pueden proyectarse dimensionalmente, mientras que el nunc (el ahora) viene a ser el resultado de una operación en la que se comparan, distinguen y numeran los movimientos derivados del prius y del posterius. Así pues, en lo sucesivo, nos referiremos al tiempo presente como una dimensión sociológica o cultural antes que un término científico o filosófico.

Ahora bien, como detallamos en la serie de artículos previos, ninguna de las instituciones naturales se encuentra eximida de la crisis o de la alteración, por más que los vínculos sobre los que se fundamentan sean de índole universal. Recordemos, en este punto, sin abandonar la física aristotélica, que el hombre aprecia la temporalidad a la luz del movimiento (el numerus et mensura motus secundum prius et posterius escolástico). Así, planteando la crisis per accidens de las instituciones como un movimiento particular, de origen externo, que se distingue del resto de movimientos por su capacidad de rotura en la unidad, no será impropio afrontar la problemática de la crisis en la Iglesia Católica atendiendo a sus dimensiones temporales.

(Continuará)

Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel (Córdoba)