Después de varios siglos de liberalismo, que se expande por nuestras Españas a raíz de la visita que tuvo a bien hacernos el pérfido Bonaparte, los resultados se manifiestan en muchos aspectos de nuestras vidas. así, un espectador que se sitúe a la distancia adecuada podrá percibir con claridad que la implantación de principios racionalistas, libertarios, progresistas, etcétera, con sus tan convenientes dosis de conservadurismo son la causa del brutal incremento de la violencia, la soledad, el suicidio, la sexualización, el entumecimiento de la razón o la desconfianza entre los hombres de nuestra sociedad. En fin, qué decir que no sepamos. No obstante, el observador que prefiere estar entre los árboles es el mismo que no quiere ver el bosque y replicará sin sonrojarse que estas «problemáticas sociales» siempre han existido, añadiendo que lo único que cambia ahora es que se «visibilizan» mejor, por lo que poderlo detectar nos permitirá «empoderarnos» y «trabajar» en las soluciones. No sé si este espectador agazapado entre la maleza es consciente de que colabora en la labor de los canteros gnósticos de turno cuando reproduce sin cesar las consignas y conceptos de nueva creación que estos elaboran en sus talleres cutres y crípticos para velar la realidad a los profanos…. ¡Y lo consiguen!
Pero lo que yo pretendía aquí era hablar de uno de estos males: las drogas, las adicciones, los vicios. Y no puedo empezar sin manifestar la dificultad de no hacerlo con ese lenguaje frío, científico, lo que Kant llamaba a priori o Chesterton, en su «Hombre eterno», de palabras largas. Tratemos pues de afrontar el tema. La drogadicción, las compulsiones, como digo, son una más de las manifestaciones o epifenómenos del liberalismo. Son, en otras palabras, el enaltecimiento de una falsa libertad o el sucumbir ante el vicio de la curiosidad que nos tenta a entrar por todas las puertas posibles.
Podemos ver que el fenómeno del consumo de drogas y las adicciones en general está seriamente extendido entre los jóvenes y no tan jóvenes de nuestro tiempo. Jóvenes y no tan jóvenes vacíos y aislados que, además, ya no conectan con el torrente de la tradición, o más bien no son capaces de discernir qué es tradición y qué no lo es.
A ello se le une la deglución de pornografía, el fomento de la fornicación, el juego, la adoración de la estética y el consumo compulsivo de series y libros (por decirles algo) de pésimo contenido. Los expertos charlatanes tratan de disimular o distorsionar todo eso tan evidente mediante conceptos engañosos y descripciones de mecanismos y análisis causales plagados de parcialidad y palabras vacías. El mundo científico oficial, a las órdenes de las élites fariseas y plutocráticas, interpreta la obra «Estamos muy preocupados trabajando en la solución» y añade a continuación leña al fuego introduciendo las ideologías deshumanizadoras en los colegios, fomentando la sexualidad mórbida, incitando a la rebeldía frente al bien y la virtud, empobreciendo a todos los niveles a las poblaciones.
Y sí, saben perfectamente que no hay un gen responsable del consumo de drogas, ni un trauma infantil de origen familiar que cause la adicción a los videojuegos, tampoco una vacuna que provoque la obsesión por mirar Netflix (o eso creo), y menos una temible bacteria que aboque irremediablemente al juego de póker.
Se trata, señores, de un desorden, un establecimiento gradual y habitual de un patrón de comportamiento (perdón por el palabro) dirigido a actos que resultan del todo inmorales. Actos que a fuerza de repetir y en base a esa terrible tentación de la curiosidad ya citada, llevan a un planteamiento relativista y a una visión naturalista autosuficiente del hombre, desembocan en lo que siempre hemos denominado un vicio, o, mejor dicho, muchos vicios a la vez. Huyamos, pues, de su alquímica ingeniería social, del puritanismo, de la doble moral y de la hipocresía de los «bebedores de cerveza». Desconfiemos de planteamientos sectarios de leyes secas, doce pasos, patriarcas y demás que nos llegan de los colonizadores yanquis, británicos y sus comparsas, quienes, mientras disponen de la industria más avanzada del juego y se nutren de los mercados negros de drogas y tráfico de personas en sus paraísos fiscales, se rasgan las vestiduras por las pobres almas que caen en sus garras. Tal es la dialéctica del postmodernismo, necesaria para no enfilar nunca el camino de la Verdad, sino el derrotero tramposo de las síntesis.
Quizás nos valdría más volver a Santo Tomás y ordenar el hábito según la razón para entender que la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona; conocer la vida de San Agustín y vislumbrar humildemente que el hombre por sí solo no puede con todo: necesita arrodillarse ante la autoridad caritativa del Padre y mirar a los ojos a la Madre que reza incondicionalmente y en silencio por nosotros. Quizás, más que la búsqueda de la solución mágica, convendría vivir según nuestra naturaleza, el sentido común, la sencillez de San Francisco y la alegría de entender el milagro con los ojos inocentes del niño que afronta la visión del mar por primera vez.
No compliquemos innecesariamente los problemas que nos acechan. Nuestro camino está claro, la ortodoxia se enfila por la humildad, la tradición y la recta razón. San Pablo lo anunció a los Efesios: «Buscad lo que agrada al Señor. No toméis parte en las obras de las tinieblas, donde no hay nada que cosechar, al contrario, denunciadlas. Sólo decir lo que esa gente hace a escondidas da vergüenza, pero al ser denunciado por la luz se vuelve claro, y lo que se ha aclarado llegará incluso a ser luz».
Joan Mayol
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