La ilusión conservadora en México (y II)

La ejecución del emperador Maximiliano, Pintura de Édouard Manet

Desde el momento en que las tropas francesas ocuparon la ciu­dad de Méjico, los problemas se hicieron sentir. El general Bazaine ejecutó de inmediato los planes de Napoleón para Méjico, de­teniendo los intentos de clero y de los conservadores para dar mar­cha atrás a las leyes de Reforma con la desamortización y el robo de la Iglesia.

Monseñor Labastida, que ya había regresado del exilio para po­der ser regente del nuevo imperio, protestó contra esta y otras medi­das francesas, acusándolos de terminar el trabajo de Juárez y de los liberales; decía esto como profeta: «Personas necesita  en este suelo Francia, y después de lo hecho ¿Cuáles le quedaran? Las mismas que acaban de huir (es decir los liberales), y que por muchas concesiones que se les hagan nunca dirán que basta. La Francia grande, la Fran­cia sabia… ¿vendrá, por último, volviendo sus espaldas a este pueblo, a unirse con esas mismas personas, después de haber aceptado sus principios y ratificado sus hechos? Pero entonces hubiera podido a­horrarse el erario francés los millones invertidos en la guerra… y a los pastores la pena y el vilipendio de volver de su destierro, bajo la salvaguardia de este nuevo orden de cosas, a presenciar la legitima­ción del despojo de sus iglesias y la sanción de los principios revolucionarios».

Ojalá hubiera tenido nuestro arzobispo el mismo juicio acerca de Maximiliano; «paréceme que sueño», dijo, y no se equivocaba. Cuando llegó Maximiliano, no solo aceptó estas medidas francesas, sino que hizo otras más por su cuenta. Le escribía así a Napoleón: «Las dificultades que hay que superar son grandes, y convengo con vuestra majestad que los que suscitará el clero con sus ideas absolu­tas y poco conciliadoras no han de ser las más pequeñas». Luego, al formar su gabinete, hizo a un lado a todas las cabezas conservadoras e incluyó a los liberales que no habían huido con Juárez; a los gene­rales conservadores los exilió decorosamente, dándoles tareas inúti­les en Europa, como a Miramón, un héroe mexicano si alguna vez lo hubo.

Maximiliano estaba contagiado con lo peor de su siglo. Dio, por ejemplo, el grito de independencia en Dolores como cualquier otro político rastrero de hoy: «Mejicanos, más de medio siglo tempestuo­so ha transcurrido desde que en esta humilde casa, del pecho de un humilde anciano, resonó la gran palabra de Independencia, que re­tumbó como un trueno de uno al otro océano, por toda la extensión del Anáhuac, y ante el cual quedaron aniquilados la esclavitud  y el despotismo de centenares de años…». Renegaba de su sangre, y co­mo el mal cura Hidalgo, se mostraban Maximiliano y también la emperatriz Carlota Amalia como genocidas de «gachupines»; escri­bía Carlota a Eugenia de Montijo: «Nuestra misión consiste en lo­grar suavemente, pero con mano segura, la afluencia de una pobla­ción que absorba la antigua, pues con los elementos actuales nada hay qué hacer». ¡Ya ni los yankees con su «destino manifiesto»! Querían hacer lo mismo que Joel Robert Poinsett y exterminar todo lo hispano y católico, reemplazándolo con otra raza más «ilustrada» y conservando a los indios, con un espíritu de altísima filantropía, como una exhibición de museo (¿dónde hemos escuchado eso antes?).

Carlota Amalia expresaba muy bien su pensamiento y el de su marido; cuando Pío IX envió al nuncio para encontrar una solución a la expropiación de los bienes de la Iglesia, el cual fue rechazado por completo, esto fue lo que tuvo que decir: «los conservadores se ima­ginan que son súbditos temporales del Papa, y son tan bestias, para creer que la religión consiste en diezmos y en la facultad de poseer». Es de notar que todo esto lo decía antes de volverse loca.

Todavía, y sin querer ningún compromiso con la Santa Sede, Ma­ximiliano reclamaba para sí los derechos de los reyes católicos sobre la Iglesia en América, esos privilegios que le permitieron a Carlos V y a Felipe II de dotar a la Iglesia de los bienes que Maximiliano termi­nó por expropiar. Demandó incluso el placet regio, para impedir la llegada de bulas papales. ¡Ni siquiera Juárez pretendió tener tanto poder sobre la Iglesia! Todo fue desilusión y decepción, incluso Na­poleón terminaría por decepcionar al mismo Maximiliano.

Al acabar la guerra americana de Secesión, Washington pudo presionar a Napoleón hasta hacerle abandonar todo el proyecto me­jicano. Para eso quiso tratar con los liberales a espaldas de Maximi­liano (¡los mismos con los que hacían la guerra desde 1861!), para instaurar una república constitucional que fuera del agrado nortea­mericano Había hablado como profeta el arzobispo Labastida, y los franceses recurrían a los mismos que habían corrido, y Maximiliano, aun haciendo las cosas «a la francesa» se vio traicionado y abando­nado por Napoleón.

Malograda la intentona republicana, los franceses se retiraron y volvió Juárez con el respaldo americano. ¿Y a quién pidió ayuda Ma­ximiliano? Al clero que despojó, al Papa que insultó y a los conserva­dores que despreció. Miramón, por él tan mal visto, ahora era su sal­vador; luchó junto con él hasta el final, y murieron juntos en Queré­taro fusilados. Inspira respeto su muerte, pues adoleciendo de inde­cisión toda su vida, y aunque no supo vivir como monarca supo mo­rir como uno.

Desde entonces no se le ha podido llamar a Méjico un «país católico». Mucho nos debemos resguardar los que queremos una monarquía católica, pues incluso hoy se encuentran muchos Maximilianos que traicionan los principios verdaderos. La ilusión conservadora radica en querer el remedio a medias, que es nuestra tradición y nuestra fe. Si los conservadores mejicanos no se hubieran afanado tanto en su independencia, ¿qué otra cosa hubiera podido cumplir con sus sueños sino nuestra monarquía tradicional y católica?

André Camarena,  Círculo Carlista de la Nueva Galicia.