Sor San Bernardo

Aguilar de Campoo bajo la nieve. Foto: El Norte de Castilla

La última vez que vi nevar así, como para cubrir en unos pocos minutos todo el paisaje que se ofrece a la vista, me encontraba al norte de la vieja Castilla. Lo recuerdo perfectamente muchos años después. Aquella nevada me hizo concebir ciertas ideas que me acompañan todavía hoy. La nieve tiene la virtud de homogeneizar el paisaje y de «apagar» el ruido ambiental. Sin embargo, el Progreso y la Técnica han conseguido en nuestros días conjurar los peligros de la nieve y, con ello, aniquilar sus encantos.

Nieve en la comarca de Campoo. Foto: El Norte de Castilla

Aquella vez que vi nevar, estaba terminando de desayunar en el bien caldeado comedor de una casita rural que me disponía a abandonar unos instantes después. Me hallaba en un recóndito pueblecito del Alto Campoo, cuyo nombre prefiero no recordar por no romper, también yo, los encantos del silencio y del olvido. La nieve amenazaba con dejarme bloqueada por aquellos andurriales, contingencia a la que me habría sometido de muy buen grado si no tuviese, entonces como hoy, gravosas obligaciones que cumplir. Tuve que darme prisa y salir lo mejor que supe por aquellos caminos y carreteras, que sólo lo son de nombre, para finalmente incorporarme a la A-I, rumbo a la Civilización y al Futuro. Mediaba ya la mañana en aquel pueblecito del Alto Campoo y la nieve había silenciado las aves, los vehículos, el vecindario y todo. Extendía su manto de armiño, tachonado con las hojas secas que la ventisca hacía caer de los soñolientos árboles que en su invernal pereza aún no se habían desvestido por completo de sus ropajes de fiesta estival. Era una estampa de invierno. De auténtico invierno castellano. Una mañana en la que los elementos, la estación, todo, se conjuraba para regalar a los habitantes de aquellos pagos un inesperado asueto al calor del hogar. Prometía una jornada de ésas de las que pudo cantar Góngora: «Cuando cubra las montañas de blanca nieve el enero, tenga yo lleno el brasero de bellotas y castañas…».

El encanto, la magia y los devaneos neo-conceptistas de quien esto suscribe se acabaron bruscamente al poner proa a la incorporación a la autopista. Seguía nevando, con la misma plácida vehemencia, pero incluso en aquellas olvidadas latitudes del norte de Palencia, las quitanieves hacían eficazmente su oficio. Coches y camiones se arrojaban con violencia nada plácida en una y otra dirección. El Progreso no lo paran unos cuantos copos. El Hombre Moderno no tiene tiempo para castañas y patrañas, ni para versos gongorinos. No se arredra aunque el universo mundo zaracee sobre su cabeza. Ni se deja, tampoco, silenciar, por el manto de la nieve. Una autopista nevada es igual de ruidosa que una autopista sin nieve, sólo que el contraste entre paisaje y paisanaje es aún mayor y más envilecedor.

Ya en las inmediaciones de Madrid (no nevaba, seguramente, desde la circunvalación de Valladolid) me pregunté, una vez más, si era verdaderamente posible quererse tradicionalista y antimoderna al volante de un automóvil a 120 km/h camino de la capital de eso que llaman España. Si es moralmente posible sobrevivir a la Posmodernidad metidos, como estamos, de lleno en ella. O, dicho en otras palabras, cuánta técnica seremos capaces de soportar antes de que nuestra constitución moral se vea irremediablemente modificada.

En el curso de aquel viaje al Alto Campoo conocí también a una combatiente de la Tradición mucho más valerosa y más eficaz de lo que yo podría soñar con ser. Era la Guardiana y la Custodia de los tesoros de la antiquísima abadía de San A…, perdida en el tiempo, como lo están y lo han estado siempre las abadías, pero con un pie en su siglo, como deberían de estarlo siempre. Era la Reverenda Portera, encargada de guiar a los visitantes por aquellos sagrados suelos; de conducir sus pisadas por sobre las baldosas holladas por cientos, tal vez miles, de piadosísimas sandalias que hoy descansan de sus largos trabajos en la casa del Padre. La que me explicó que el austerísimo claustro (como cumple a toda fundación cisterciense) había sido cerrado con gruesas ventanas hacía sólo unas cuantas décadas, tras una nevada especialmente intensa que hizo temer a las monjas una inminente muerte por congelación: «Esto no estaba así, en otra época. Antaño, la abadesa de aquí era señora de horca y cuchillo. Pero hoy, las monjas necesitan calefacción».

Monasterio cisterciense. San Andrés del Arroyo.

Era también Guardiana de la Historia y de la Ortodoxia. La que nos enseñó la tumba de un antiguo caballero templario que vino a refugiarse al convento tras la supresión de su Orden y que murió allí, piadosamente y sin ser molestado por nadie. «Una vez —empezó a decir, en tono confidencial— vino aquí un señor de Madrid, que se las sabía todas… Empezó a discutir y a decirme que la Iglesia había perseguido injusta e implacablemente a los templarios y que era imposible que a uno de ellos se le hubiese dejado refugiarse aquí. Yo le dije, con todo respeto, que se equivocaba. Y él me respondió, muy envarado: “Usted no sabe con quién está hablando: yo soy catedrático de Universidad”. Yo le respondí, simplemente: “Y yo soy una monja de San Bernardo”».

Aquella monja estaba sobreviviendo con una inconmovible presencia de ánimo. Tanto a las insolencias de un intelectual progre, como a la progresiva pérdida de temple moral de su casa y de su Orden. Me hizo pensar que a lo mejor no hay que renunciar a acristalar los claustros, si se nos presenta la ocasión, aunque haya que seguir oponiéndose tenazmente a las televisiones en los monasterios y a la lucha sin cuartel contra la nieve. Pero, tal vez, si nos recordamos más a menudo que no somos hijos de un dios menor, que somos, modestísimamente y por la parte que nos toca, los herederos de San Bernardo, de San Millán y de Santa Teresa, podamos también conservar la suficiente presencia de ánimo para mantenernos también firmes (y conceptistas)… ¡Y ríase la gente!

Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas