Como buen y convencido carlista, estoy obligado a decir que todo esto no cambia nada, que va a seguir siendo lo mismo y que, aunque la mona se cambie de siglas… Y, en el fondo, como buen y convencido carlista, también es verdad que, en el fondo, me alegro un poquito. Por eso vamos a hablar de algo que no tiene absolutamente nada que ver.
No vamos a volver, por el momento, con nuestra apología de la lengua de los ents, pero esta semana, tal vez por aquello de temperar los espíritus tras los recientes sobresaltos electorales, nos parece oportuno y conveniente hablar del hablar. Porque hablar, hablamos todos, votemos o no y votemos a quien votemos. Y yo estoy ciegamente convencido de que, si hablásemos más, mejor y más hermosamente, votaríamos menos y, qué duda cabe, botaríamos a los que no saben hablar. Quizá sea consecuencia de haber pasado muchos años de mi vida rodeado de marxistas y otras gentes poco recomendables, pero el caso es que tengo una aguda conciencia de la importancia del lenguaje: de su precisión, de su corrección y de sus aún no del todo exploradas virtudes para subvertir, sí, pero también para elevar las conciencias.
En el uso del lenguaje, como en todo, la virtud es un justo medio entre dos extremos. Entre el conocido rubicundo Apolo que ya esparcía por la faz de la ancha tierra sus dorados cabellos y el emoticono de un sol que cada mañana les envía la prima Bertoldina en el grupo de WhatsApp de la familia, hay todo un elenco de expresiones, más o menos abigarradas, elegantes y adecuadas para indicar la inminencia de la aurora. Nuestro mundo es frenético y, como ya hemos señalado, no sin cierta amargura, no perdona a los que pierden su tiempo, porque el tiempo son dólares y son puntos porcentuales en el índice de éste o aquel mercado de valores. Nuestro mundo sufre, con una cadencia mucho más breve, el aluvión cotidiano de emoticonos que, lejos de complementar el lenguaje lo reemplazan poco a poco, que las intempestivas conceptistas de según qué firmas de este periódico. Por eso y, por empezar por algún sitio, y porque hoy pasa casi por un crimen contra el buen gusto y las costumbres de las gentes de bien, hoy hablaremos de los circunloquios.
Un circunloquio en forma de diálogo y, absolutamente arrebatador, es el que nos ofrecen la Srta. Dashwood y el Sr. Edward Ferrars en los últimos compases de Sentido y Sensibilidad, que fue llevada a la pantalla con insuperable genio por un elenco de estrellas de las tablas británicas encabezadas por Emma Thompson y Hugh Grant en los papeles mencionados. El Sr. Ferrars ha cumplido su promesa de venir a visitar una postrera vez a la viuda Dashwood y a sus tres hijas, quienes le reciben, mal que bien, en el escueto salón de su modesta casa de campo. Tras las salutaciones e inclinaciones de rigor (complicadas, innecesarias, indeseables en una sociedad democrática e igualitaria y, por lo mismo, absolutamente dignas de nuestro respeto, nuestra estimación y nuestro más decidido espíritu de emulación), la Sra. Dashwood inquiere educadamente sobre el estado de la ex Srta. Steele, a quien todos, el espectador incluido, creen ya convertida en la esposa de su invitado, con toda la cortesía, decoro y circunloquios que exige la etiqueta inglesa (en razón de lo cual, mantendremos los pronombres sin traducir):
«— ¿Cómo se encuentra Mrs. Ferrars?»
Titubeante, el Mr. Ferrars responde:
«— Mi madre se encuentra perfectamente, gracias, Mrs. Dashwood.
— No, yo me refiero a Mrs. Edward Ferrars
— ¡Ah…! ¿No lo saben…?».
Sigue una sucinta explicación, bien conocida, que se resuelve de la manera más favorable posible: no hay ninguna Mrs. Edward Ferrars, por lo que el puesto puede ser ocupado sin más dilación por la futura ex Miss Dashwood.
La palabra hablada posee una primacía natural sobre la palabra escrita. En la larga historia de la familia humana, sabemos positivamente que comenzamos a hablar antes de imaginarnos siquiera que se podía escribir, hecho confirmado en todas y cada una de las vidas que llegan a este valle de lágrimas: no se tiene constancia de ningún niño que haya aprendido a garrapatear el alfabeto antes de saber decir «papá» o «mamá». No pretendemos embarcarnos en ninguna invectiva contra la palabra escrita (sería de una hipocresía indigna incluso del abajofirmante), ni siquiera de alzar un pedante vuelo pseudo-filosófico sobre las ventajas de la enseñanza oral frente a la escrita, tomando por testigos al Señor y a Sócrates (en otro de los muchos temas en los que a los pseudo-filósofos les encanta mezclar al Señor y a Sócrates). Porque el problema que salta a nuestra vista es infinitamente más grave que el de la enseñanza, por infinitamente más general, común y elemental: es el problema de nuestras relaciones cotidianas con nuestros semejantes.
Pero, sin adelantarnos: hablar y escribir son dos actividades muy diferentes y quizá uno de los puntos de divergencia más importantes (que es, a su vez, uno en el que raramente reparamos), es que hablar exige un cierto grado de espontaneidad que la escritura no requiere. De ahí, tal vez, la importancia del circunloquio, de las convenciones y de las fórmulas de cortesía: nos proporcionan los hilvanes de una conversación decente y antropológicamente proporcionada en un contexto dado y, además, nos dan tiempo para pensar.
Porque para hablar, idealmente, hay que saber lo que uno quiere decir y cómo lo quiere decir y, aunque sea una actividad relativamente normal para todo el mundo, nuestro siglo XXI está asistiendo, con no poca perplejidad, al fenómeno de la extensión exagerada del domino de la escritura frente a la palabra hablada. Una paradoja tan fenomenal como que un aparatito ideado para facilitar las conversaciones que implican el uso de bocas y orejas, gracias al desarrollo tecnológico de las últimas décadas se ha convertido en un adminículo que, lejos de suponer la muerte definitiva de la carta escrita (de la que ya hicimos en su día la oportuna apología), lo que está entrañando cada vez más es la progresiva rarificación de las conversaciones: en fórmula sintética, casi de eslogan de tradicionalista de grafiti: el teléfono móvil sirve hoy para todo menos para llamar por teléfono.
Puede que, como señalábamos, el hecho de que hablar, sobre todo de cosas importantes, exige estar preparado para dar respuestas inteligentes y bien formuladas en un corto espacio de tiempo, una conversación digna de su nombre requiera de un cierto grado de virtud de la parte de los interlocutores. No lo sé, es sólo una idea.
La paradoja es que nos escribimos para decirnos tonterías inmensas que, quizá, podríamos decirnos, como si fuésemos seres humanos normales, en una conversación dando un paseo por la calle o tomando un café. Pero que, probablemente, de tan tontas como son, no nos atreveríamos a decirnos a la cara.
La otra paradoja es que, aunque cada vez escribimos más, no escribimos mejor. Porque el mundo del s. XXI no es la República de las Letras en las que se intercambian elegantísimas misivas en latín renacentista de una punta al otra de la Europe Savante.
El recurso sistemático a la palabra escrita, merced a tantas aplicaciones de mensajería, me parece sólo un ejemplo, un síntoma más de nuestro radical individualismo, hasta la esquizofrenia, hasta el solipsismo, éste sí, filosófico, de relacionarnos con un mundo al que nosotros mismos le ponemos límites y medidas. Creo que es un hecho que todos podemos constatar en nuestra vida cotidiana, con un simple ejercicio de introspección (preludio tal vez de un muy necesario examen de conciencia): hemos tenido conversaciones por WhatsApp que nos habría gustado mucho tener en persona y que, de hecho, podríamos haber tenido en persona, con un poquito de esfuerzo y de buena voluntad. Y, por otra parte, por ese mismo medio, hemos escrito cosas que jamás habríamos dicho. Porque, de algún modo, el grado de realidad de las conversaciones escritas lo ponemos nosotros, mientras que un intercambio copresencial, como ahora se dice, tiene una consistencia ontológica irrebatible.
Mi artículo de esta semana, más deslavazado de lo habitual, quizá sólo sea una colección de reflexiones deshilvanadas de las que cada cual sabrá sacar las conclusiones oportunas.
No me gusta WhatsApp. Y creo que tampoco me gusto en WhatsApp. Sí, facilita muchas cosas. Pero, ¿de verdad es justo y necesario facilitar todas las cosas? Probablemente, un Mr. Ferrars de 2023 no habría tenido que desplazarse a la campiña inglesa para participar a Miss Dashwood la nueva del matrimonio de su hermano con su antigua prometida. Y, probablemente, todo habría sido más directo, menos formulario y… Mucho menos encantador:
«- ¡Hey, Elinor!
– ¡Edward! ¿Cómo fue la boda?
Edward Ferrars está escribiendo.
Edward Ferrars está escribiendo.
– ¿No te has enterado? Lucy Steele me dejó plantado y se ha casado con mi hermano…
– ¿Elinor…?
– ¡Hey, Elinor…! »
¡Miss Dashwood me ha dejado en visto!
G. García-Vao
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