La figura de Onésimo Redondo es una de las banderas señeras del falangismo español, quizá oscurecida por la mitificación disparatada de su fundador. La aparente oposición al liberalismo por parte de la Falange podría inducir a error aquellos que advierten la gangrena que somete a los pueblos desde los tiempos de la Revolución. Sin embargo, sabemos que si la negación no responde a una afirmación previa acaba representando una reacción propia del conservadurismo, esto es, rechazo de las conclusiones de premisas compartidas. En el caso de Onésimo Redondo, encontramos no tanto una dimensión conservadora del liberalismo, sino radical, esto es, una aplicación coherente con sus postulados, resumidos en la autorredención del hombre, en el non serviam luciferino.
Primeramente, puede observarse esta realidad en la toma de posición del autor respecto de las fuerzas ideológicas imperantes del momento. Las democracias liberales se tambaleaban durante la década de los años treinta ante el crecimiento del socialismo, sea internacionalista -bolchevismo- o nacionalista —fascismos—. El liberalismo radical de Onésimo Redonde es apreciable en su crítica al socialismo del momento, acusándolo de aburguesarse y no llevar a cabo la revolución socialista (¡A los sin trabajo!). El socialismo, así, sería la aplicación coherente con el liberalismo, la liberación de los hombres que comenzó políticamente en la Revolución Francesa y se detuvo al llegar a la igualdad económica; según el autor, el socialismo no sólo no es rechazable, sino que es la solución a los problemas del momento, siendo rechazable la actitud burguesa de los socialistas bolcheviques: «Habéis votado al Socialismo porque representa un movimiento de reivindicación para la clase: bien. Pero no olvidéis que la república y el socialismo o son para vuestra libertad y bienestar o no son nada» (¡Obreros!). La significación liberal radical es palpable.
La segunda nota liberal característica del autor es la significación de la política, monopolizada por el Estado. Según las viejas tesis hobbesianas, el Leviathan se alza sobre los gobernados con la finalidad de evitar su autodestrucción; Locke, por su parte, añade a la receta la garantía de la propiedad, entendida como condición de la individualidad. Rousseau, finalmente, otorga la dimensión «ética» al Estado, en tanto que instrumento de liberación de las cadenas del hombre sobre el hombre. Onésimo Redondo, en la misma línea, apunta al papel salvífico del Estado, el único garante de la liberación de los trabajadores y oprimidos: «pedimos, al mismo tiempo, la realización, por parte del Estado hispánico, de una justicia social que, cercenando abusos, redima a los campesinos y a los trabajadores preteridos» (La ineptitud burguesa).
Por último, para no cargar al lector con más pruebas encaminadas a demostrar lo que es palpable, el liberalismo radical del autor impulsa no sólo la legitimidad, sino la necesidad revolucionaria, en contra de lo indicado y ordenado por la doctrina católica. La revolución, pues, sería el cauce de liberación, la integración en el proyecto de autonomía colectiva, esto es, el darse a sí mismo la ley, el gobernarse por los gobernados, etc. En el fondo subsiste el problema de la soberanía, dogma moderno incompatible con la realeza que justifica el poder desde el poder. La negación del orden natural, fruto de una concepción nominalista y escéptica, acaba encontrando en la efectividad la legitimidad. Por ello, el autor se alinea con la lucha por la revolución, justificada por la soberanía del pueblo, cuya misión es recuperar su soberanía, secuestrada por el parlamentarismo burgués: «Es preciso purificar el ambiente público y devolver al pueblo hispano su magnífica soberanía, miserablemente regentada por los degenerados» (La oligarquía de los degenerados).
En resumen, el liberalismo que preña toda la modernidad evidencia que la concreción de sus pseudo principios puede ser heterogénea, pero éstos responden siempre a la rebelión del hombre contra el orden creado y, por tanto, contra su Creador. Las reacciones fascistas del siglo pasado fueron buena prueba de ello, pues no se pretendía acabar con el nuevo «orden», sino potenciar sus falsos dogmas como solución a los problemas que habían originado. Realidad que no difiere tanto de la situación actual, donde los hombres movidos por la sana indignación ante el estado de cosas son arrastrados por la última fórmula de moda que pretende potenciar los males que nos aquejan. La realidad de los fascismos fue esa, reacción fundada no en la afirmación del orden de las cosas, sino en la impaciencia por el desarrollo coherente de la Revolución.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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