En una carta pastoral publicada hace varios días, el cardenal Cañizares exhortaba a los padres a reclamar y a exigir la enseñanza religiosa católica y confesional para los hijos. No considerándolo suficiente, acusaba de inconstitucionales y antidemocráticos a las diferentes legislaciones autonómicas que pretenden recortar la ansiada libertad religiosa y los «derechos fundamentales», y se atrevía a llamar ciegos e ignorantes a aquellos que, amparados en la Constitución, pretenden eliminar la enseñanza religiosa y la asignatura de religión de la escuela.
Muchos son los artículos que en este periódico se han dedicado a la maltratada y ya desaparecida enseñanza católica en España. Y al igual que sucede con tanto patrimonio perdido, no han sido los enemigos de la religión los únicos que han favorecido su desaparición. El papel de la Iglesia ha sido crucial para encontrarnos en esta situación. Frente a leyes educativas elaboradas en los despachos de los políticos, que se han ido sucediendo una tras otra, la única reacción era una tímida resistencia por parte de los obispos. Sin convencimiento, sin fe, para acabar al fin en condescendencia y en las soluciones mágicas de las que habla D. José Miguel Gambra.
El discurso del cardenal antes mencionado no tiene desperdicio: «la enseñanza religiosa y moral está en la escuela en virtud de la Constitución misma que garantiza unos derechos fundamentales, incluido el de la libertad religiosa y el de la libertad de enseñanza, y el derecho a una educación integral. La ignorancia es muy atrevida, a veces ciega y, a veces también, no exenta de tendenciosidad y aún malicia. Que se lean bien la Constitución, y verán que es la única materia que la Constitución marca que ha de estar en la educación (…)»
La encíclica de Pío XI, Divini Illius Magistri (1929) quedó obsoleta y en las antípodas del discurso del Cardenal Cañizares, con su lenguaje apenas inteligible para el católico moderno del siglo XXI: «La educación pertenece de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, exclusivamente conferidos a ella por el mismo Dios, y por esto absolutamente superiores a cualquier otro título de orden natural. El primer título consiste en la expresa misión docente y en la autoridad suprema de magisterio, que le dio su divino Fundador (…). El segundo título es la maternidad sobrenatural, en virtud de la cual la Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, engendra, alimenta y educa las almas en la vida divina de la gracia con sus sacramentos y enseñanzas».
A expensas de un gobierno que odia a la Iglesia, Cañizares se contenta con azuzar a unos padres a los que apenas les interesa la asignatura de religión, ni la educación católica, a no ser que sirva para engrosar el currículum de sus hijos. El Cardenal parece debatirse entre dos mundos: el de la Constitución y el de la confesionalidad. En un absurdo experimento quiere mezclar el agua y el aceite y no contento con desafiar las mismas leyes de la física, acusa de ignorancia, ceguera e incluso de malicia a aquellos que él mismo liberó del pesado yugo que implicaba estar sometido a las enseñanzas de la Iglesia.
Así, en un intento de curar la ceguera y la maldad, el Cardenal parece exclamar desesperado: ¡Leed la Constitución, que ella os hará libres!
Belén Perfecto, Margaritas Hispánicas