La finalidad de la política económica

«El recaudador de impuestos», por Jan Massys

La función del sistema financiero de una comunidad política consiste en reflejar la realidad económica originada por dicha comunidad. Pero, entonces, ¿cuál es el fin de una política económica? ¿En qué consiste esta parte integrante de la prudencia política en la acción gubernativa de un Rey? Santo Tomás afirma en su conocido tratado De Regno que «como el fin de la vida […] es la felicidad en el Cielo, es propio de la tarea del Rey por tal motivo procurar que la sociedad viva rectamente, de modo adecuado para conseguir la felicidad celestial». Y poco después señala que, como requisito secundario e instrumental, el hombre precisa de una «suficiencia de bienes corporales, cuyo uso se necesita para obrar virtuosamente». Y después señala que esta verdad pa17ra el hombre solo, también lo es para la sociedad. Y para que ésta viva correctamente, recoge una serie de requisitos, entre los cuales establece que: «En tercer lugar, se requiere que, por la diligencia del dirigente, haya suficiente cantidad de lo necesario para vivir rectamente».

La prudencia política no es virtud exclusiva del Rey, sino también compete a los súbditos para la correcta y justa vida de la comunidad política. Es por ello que la suficiencia de bienes materiales se ha de armonizar con el derecho natural de propiedad, no sólo lícito sino absolutamente necesario para la recta vida comunitaria. Como decía Santo Tomás, esta vez en su Summa: «Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida humana». En el Antiguo Régimen, la explotación privada de los bienes raíces no estaba reñida con su función social en favor de las propias familias campesinas y de los cuerpos sociales a los cuales estaban vinculados. Dígase lo mismo de la actividad económica industrial de los talleres unidos en gremios, y sus sociales ordenanzas reguladoras.

La política económica, por tanto, podemos decir que es aquella parte de la prudencia regnativa que tiene como objetivo, no sólo la producción de los bienes y servicios necesarios para la vida material de las familias en la sociedad, sino también su efectiva distribución a las mismas. La nueva «ciencia de la Economía», consagrada durante el último tercio del siglo XVIII, vino a distorsionar y contradecir todas estas nociones, y se dedicó desde entonces a formular «leyes» que se decían «naturales» y «necesarias» en orden a confirmar y «justificar» las malas políticas económicas desarrolladas por los revolucionarios, principalmente (como dijimos) a través del instrumento de la política financiera, es decir, de la creación y cancelación del dinero de la comunidad política, dejado imprudentemente en sus manos. Una de estas «leyes» es la que expresó el economista ortodoxo francés J. B. Say, y que fue bautizada con su nombre. Consiste en afirmar que, en toda política económica, siempre se cumple que la producción de bienes y servicios genera automáticamente el suficiente poder adquisitivo (es decir, dinero) en la población para poder comprar y absorber esa misma producción, por lo que siempre se cumpliría la última finalidad de la economía: la efectiva distribución y aprovechamiento de los bienes y servicios por la población. Aunque la realidad desmentía a cada paso semejante aserto, quedó como una de las grandes «verdades» de la «economía clásica», hasta que, en el período de entreguerras, el fenómeno de la llamada «Gran Depresión» fue lo suficientemente craso y crudo como para no poder seguir sosteniéndose semejante ideología. Esa terrible realidad puso en evidencia algo que se ha venido a denominar la paradoja de la economía contemporánea: «la pobreza en medio de la abundancia». ¿Cómo es posible que, habiendo durante los dos últimos siglos aumentado a niveles impresionantes la capacidad potencial física de producción de bienes y servicios, se generen continuamente situaciones horribles en que la población de la comunidad política no puede tener acceso normal y digno a esos bienes a fin de cubrir sus necesidades más básicas e imperiosas? Los economistas ortodoxos suelen acudir, esta vez, para «explicarlo», a las llamadas «inevitables leyes de los ciclos económicos». Pero la realidad es tozuda, y uno se puede preguntar cómo es que se decía que «no había dinero» durante los años treinta, y, al comenzar la Guerra Mundial, de la noche a la mañana, «sí había dinero» para financiar toda la impresionante producción armamentística. Ello nos debería hacer reflexionar sobre si las depresiones económicas, en lugar de ser fruto de «leyes naturales inexorables», no dependerán más bien de voluntades que manipulan el dinero a su antojo.

Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo de Granada