Estos días ha tenido lugar un pintoresco debate en torno al liberalismo y al «tradicionalismo» que no puede dejar de comentarse. En primer lugar, el debate estaba montado para que triunfase la posición liberal y para que la posición tradicionalista apareciese desleída y cercana (o no tan alejada) a la liberal. El representante del tradicionalismo no lo parece demasiado, y cuando refuta (tampoco demasiado) la posición del liberal, repite (ahora sí, demasiado) que no es la de su interlocutor a la que se refiere. ¿Cuál es entonces? ¿Un liberalismo fantasmal que ya no existe? Así, el debate está perdido antes de empezar. Y es que, a diferencia del oponente, el convocado a defender la Tradición no cree en lo que dice. O no lo cree totalmente. Parece más bien un postradicionalista, alguien que alguna vez quizá (y no del todo) fue defensor de la Tradición, pero que la ha dejado atrás. O quiere aguarla, con ecos más románticos que políticos. No es tanto cortesía, como irenismo.
¿Por qué? Porque ambos contertulios están en el mismo bando. Por lo menos en el político. El de un partido liberal-conservador en sustancia, pero más vociferante que aquel del que se escindió. De manera que se trata de dos familias de una misma posición. El clérigo que hace de supuesto moderador lo vino incluso a reforzar. Todos satisfechos de estar de acuerdo. Pero es que en el terreno intelectual hay elementos que los acomunan.
Para empezar el clericalismo. El supuesto tradicionalista, una vez más con poca convicción, alude al número 1 de Dignitatis humanae para defenderse de la hermenéutica de la reforma (y no de la continuidad) ratzingeriana, citada correctamente en su apoyo por el defensor del liberalismo. Pablo VI, para salvar el decimotercero de los esquemas, que como los anteriores parecía iba a naufragar también, incluyó in extremis la afirmación de que la declaración conciliar dejaba íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo. Es cierto. Pero no sólo la intención era la contraria, como se ve en el resto del documento, incoherente por lo mismo; sino que, sobre todo, los actos que han seguido al mismo, y que se cuentan por centenares, han ido en la peor de las líneas, avanzando siempre en la interpretación liberal. Pero el clericalismo le juega aquí una mala pasada al tradicionalista pasado por agua. Y es que, profundamente equivocado, el liberal defiende sus posiciones mejor. Que es de lo que se trataba.
Que el aquelarre se acoja al nombre de la Vandea, aunque escrito bárbaramente, sólo añade melancolía. Podían reclamarse, mejor, monaguillos de Bonaparte.
Adrián Querol, Círculo Alberto Ruiz de Galarreta
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