Compartimos con los lectores de La Esperanza un discurso de Juan Vázquez de Mella, titulado «El tema de la Eucaristía», recogido en el volumen XXI de sus obras completas (1933). Como siempre ocurre con El Verbo de la Tradición, se trata de un valiosísimo texto que bien puede aprovechar al lector atento.
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Combatida siempre, en lucha perpetua, en controversia constante, no hay un día de la Historia en que [la Iglesia] no haya reñido una batalla; para ella no hay descanso, está en perpetua lucha, tiene que pelear continuamente; y si ella pelea, ¿podrán descansar sus hijos? Si la madre combate, si la cercan continuamente enemigos, ¿podremos descansar nosotros? No tendríamos el sello augusto de su maternidad si viviésemos regaladamente en el reposo mientras ella estaba de continuo en los azares de la guerra. Necesitamos nosotros combatir con ella; y ¿cómo se combate por la Iglesia? ¡Ah!, yo ya sé que hay un medio de combatir, que es la oración. La oración es, en cierta manera, como el teléfono que ha puesto Dios entre la tierra y el cielo; Él siempre está, por decirlo así (permitidme lo vulgar de la expresión), en el aparato, oyendo nuestras cuitas, y nuestras quejas, y nuestros lamentos; somos nosotros los que no acudimos allí continuamente y los que vivimos distraídos muchas veces; pero grande cosa es la oración; la oración es el reconocimiento del amor, y es la expresión del afecto y de la confianza en Dios; pero no basta orar, es preciso también combatir. La vida contemplativa es, sin duda, la más perfecta vida espiritual a que pueden llegar los hombres. ¡Ah! ¡Quién duda que esa vida contemplativa, permitida a los santos y a los aprendices de los santos, colocados en la cumbre espiritual del linaje humano, es tan grande que, cuando se la ve desde el valle en que habitamos los pecadores, no se sabe si es una llama que sube, o es una llama que baja, o si son dos llamas que se juntan en el punto luminoso en que se besan las almas con los ángeles!
Pero no basta la oración, que, si los Apóstoles hubieran convertido el Cenáculo en un oratorio constante, tengo para mí que el Señor hubiera tenido que bajar de nuevo a la tierra para propagar personalmente sus doctrinas. No basta la oración, es precisa la acción, que, cuando se consagra a Cristo, es oración también.
Y en esta época en que vivimos se combate de tres maneras. Permitidme que os lo diga gráficamente: no se combate sólo con oraciones, se combate con el razonamiento, se combate con la carcajada y se combate a tiros. Se combate con el razonamiento, para atravesar con la espada de la dialéctica los muros de cartón piedra de la ciencia impía y para demostrar los fundamentos de nuestra fe en apologéticas dirigidas directamente a los adversarios, y no como muchas, como la mayor parte de las que solemos escribir, en que más nos dirigimos a los creyentes que a los incrédulos. Es preciso demostrar los fundamentos filosóficos y los fundamentos teológicos, aniquilando ─lo cual es muy fácil cuando ha sido dominada o conocida la ciencia cristiana─ todos los fundamentos de la ciencia heterodoxa, de la ciencia atea; y es necesario que los combatamos para demostrarles algo más que lo que suele hacerse en una apologética que no dudo en llamar pueril, que consiste en demostrar a los adversarios que no están dentro de la Iglesia, cosa que por cierto ellos saben mejor que nosotros y reconocen; aunque es fácil que no estén todos fuera: algunos se habrán quedado dentro para facilitar el asalto.
Se combate a carcajadas, porque la ironía y la sátira, puestas al servicio de la verdad, pueden ser utilísimas; porque, cuando el entendimiento decae y el razonamiento dialéctico no es estimado ─porque hay pocos que tengan la fortaleza bastante para resistir la férrea armadura de la escolástica─, es bueno que el silogismo se disfrace con artes ingeniosas, en que la ironía surte muchas veces los efectos contundentes del razonamiento; es conveniente muchas veces que la sonrisa y la carcajada vengan al servicio de la verdad, tanto más cuanto que hay que convenir en que la impiedad, si a veces se presenta como una furia desgreñada atacando a la verdad, no siempre viene sólo con la tea incendiaria en la mano y coronada de serpientes; muchas veces aparece risible y ridícula, y tiene siempre un lado capaz de excitar el regocijo de la multitud; y el escritor que sabe exhibir ese lado del error y de él se burla, presta un gran servicio a la verdad.
En el orden político vosotros recordaréis ─y quiero citar este ejemplo, aunque no sea de un orden superior, porque es gráfico─ que, cuando en España dominaba el progresismo, un periódico famoso, El Padre Cobos, que fue una continuada ironía y una perpetua carcajada, puso en ridículo para siempre y clavó en la picota de la sátira al viejo progresismo, anticipo simple, sí, pero anticipo al fin del jacobinismo ahora imperante en los dominios de la impiedad; y entre nosotros están aquellos amigos del fértil y agudo ingenio que, en visión anticipada de lo que serán los tiranuelos futuros, en un libro que será famoso acaban de trazar ahora el diseño y el cuadro de una república jacobina y risible[1]. Emplead la sátira, emplead la ironía, sabed burlaros de los adversarios, y que no quede en ellos enfundada un arma que es poderosa en todos tiempos, y mucho más en los tiempos que corremos.
Y he dicho que no bastan ni el razonamiento ni la sátira, sino que es necesario alguna vez emplear también la fuerza. Nosotros somos un ejemplo de ello: mirad a la Iglesia en España, con ojos humanos, porque la Iglesia tiene promesas divinas y no puede perecer; y, aunque haya promesas que indirectamente aseguren su dominio en España, es claro que podría desaparecer, no sólo de España, sino de Europa entera, sin detrimento de los dogmas y de las promesas en que la Iglesia descansa; pero, en lo humano, en lo que se refiere a lo que los hombres han puesto de su parte ─claro está que con la ayuda de la gracia divina─ para el mantenimiento de la verdad en el mundo, y en la Iglesia española singularmente, ¿quién podrá presentar títulos, no ya superiores, pero ni siquiera iguales, a los que nosotros tenemos para que, en el orden puramente humano, se nos considere como los guardianes de la fe? Los voluntarios carlistas, con sus espadas, han hecho retroceder a la Revolución; y en lo humano, repito, si hemos podido congregarnos en las calles de Madrid[2], más os diré, si podemos juntarnos en los templos y elevar allí tranquilamente la oración al Señor, se debe en gran parte a aquellos heroicos voluntarios que velaron al pie del altar para que la Revolución no le arrastrase en sus espumas sangrientas.
Juan Vázquez de Mella.
[1] Refiérese a la obra de Cirici Ventalló, publicada a la sazón bajo el título de «La República Española en 19…». ─ N. del R.
[2] Con motivo del Congreso Eucarístico de 1911.
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