El Carlismo, sus orígenes y antecedentes inmediatos: crónica de la décima y última reunión en Valencia

Cerradas las puertas del local, en la mente de algunos amigos se dibujaban ya muchos proyectos prometedores para el tercer curso de nuestro Círculo

El pasado domingo 16 de junio, en la ciudad de Valencia, el Círculo Alberto Ruiz de Galarreta celebró la última sesión de este segundo curso, poniendo así el broche a un año de actividad constante en que hemos mantenido, al menos, un encuentro al mes. En esta ocasión contamos con más de una veintena de participantes, viejos y nuevos amigos, para abordar un tema fundamental y entrañable: el origen del carlismo y sus antecedentes inmediatos (1808-1833). Fue, hasta la fecha, la exposición más extensa, y en ella intervinieron sucesivamente dos correligionarios: el presidente del Círculo, Juan Oltra, y el joven profesor e historiador, Juan Monzó. Como frecuentemente advertimos, aquí seremos muy sucintos. Tras la habitual oración al Espíritu Santo, comenzó la sesión.

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La historia es una gran maestra. Si queremos comprender la deriva actual de las Españas, así como el convulso siglo pasado, tenemos un lugar privilegiado al que acudir en busca de respuestas: el siglo XIX. Habitualmente malinterpretado, para aquél que pretenda aproximarse a él con las herrumbrosas herramientas de la historiografía liberal se presenta bajo un espectro caótico, nebuloso e ininteligible, en el que se suceden personajes, pronunciamientos y revueltas. Una vez más, y lo repetiremos más veces —porque es necesario—, la historia de España carece de sentido cuando se interpreta despojada del elemento sacro de su catolicidad.

En el caso del siglo XIX, se repiten acríticamente una serie de tópicos liberales y marxistas, es decir, materialistas y laicistas, que abundan en la leyenda negra anticatólica, antiespañola y anticarlista. Por tanto, sin una lectura de la Historia contemporánea sub specie aeternitatis, el carlismo se presenta como un simple conflicto dinástico. Sin embargo, el carlismo surge fruto de la defensa popular de la vivencia social católica, y es esa defensa convencida de la fe como vertebradora de la comunidad política la que explica una realidad de otro modo incomprensible. Para disipar tales brumas nos acogimos al seguro magisterio de don Rafael Gambra, del P. Federico Suárez Verdeguer y de Alexandra Wilhelmsen. Sin más preámbulo, entramos in medias res.

Ya en 1808, el pueblo se alza cuando los soldados napoleónicos intentan secuestrar a un infante español, hecho indiciario de que la monarquía se percibía como algo ingénito a la comunidad, como una institución verdaderamente paternal. La guerra no era contra el francés en cuanto a su nacionalidad, sino que, más bien, se vivió como una guerra contra el elemento revolucionario que portaba la Francia napoleónica; contra la invasión espiritual, más que material, inmediatamente advertida por el fino instinto religioso-político del pueblo. En este sentido, lo primero que hace Napoleón es introducir a través de su hermano un constitucionalismo no democrático, la Revolución bajo forma imperial.

Es en este contexto bélico en el que se convocaron las Cortes extraordinarias de 1810. Planteadas inicialmente, siguiendo los designios del Rey, como un foro político en que tomar las medidas más urgentes ante tal situación convulsa, fueron pronto reconvertidas en algo radicalmente distinto. Incluso en el modo de su convocatoria, totalmente ajeno a la tradición española y con evidentes irregularidades (más de la mitad de los diputados lo fueron en calidad de suplentes elegidos entre los refugiados en Cádiz), que determinaron una infrarrepresentación más que notable de la auténtica «voluntad popular», que no era otra que seguir viviendo al amparo del viejo régimen de unión entre el Altar y el Trono, por el que estaban los españoles derramando su sangre.

La voz cantante, así, fue llevada por los diputados liberales, que aprovecharon una situación excepcional para, con este golpe de mano, hacer su «entrada triunfal» —pero nada honrosa— en la historia oficial de España. En este punto, habitualmente se dice que las Cortes quedaron conformadas por dos facciones enfrentadas, los liberales frente a los absolutistas o serviles; cuando en realidad hubo, al menos, tres grupos diferenciados, a saber, los liberales o innovadores; los conservadores o absolutistas; y los renovadores o realistas. Fueron, precisamente, los diputados realistas de Cádiz (Francisco Javier Borrull, el cardenal Inguanzo, Blas de Ostolaza, Jaime Creus…) quienes sentaron los primeros antecedentes inmediatos del carlismo, en pugna abierta con los innovadores.

El siguiente hito fundamental es el Manifiesto de los Persas (1814), encabezado por Bernardo Mozo de Rosales, donde quedan establecidos muchos de los principios básicos que desarrollará el carlismo. Tras unas nuevas Cortes convocadas en 1813 con algo más de regularidad, un tercio de los diputados firmaron el manifiesto, lo que sugiere que probablemente los realistas fuesen incluso muchos más. En cierto modo, el documento es la contra-Constitución de Cádiz, una carta fundamental realista dirigida a Fernando VII. En ella, además de criticar mordazmente a las Cortes de Cádiz, se proponen una serie de reformas críticas con el «despotismo ministerial» (lo que hoy conocemos por absolutismo), en defensa de la monarquía tradicional —en la terminología de aquel momento denominada absoluta— y la Religión.

Tras las muy tolerantes y progresistas Cortes de Cádiz, que en algún momento llegaron a prohibir la propuesta de reforma de la Constitución bajo pena de muerte, se reinstaura el reinado de Fernando VII, quien promete convocar Cortes al modo tradicional. El llamado sexenio absolutista (1814-1820) llega a su fin con el pronunciamiento militar liderado por Rafael de Riego en 1820, para forzar al Rey a jurar la Constitución de 1812. En este momento surge otro conato de resistencia realista importante en el marco de la guerra civil de 1821-1823 o Guerra Realista, que se articuló políticamente a través de la Regencia de Urgel, liderada por Mozo de Rosales, el arzobispo Jaime Creus y el Barón de Eroles, cuyos Manifiestos y Exposiciones constituyen el siguiente jalón en la formalización doctrinal precarlista.

Tras la derrota bélica del liberalismo y la reinstauración monárquica, llegó la denominada Década Ominosa, en la que, supuestamente, estaban los «ultrarrealistas» en el poder. Pero los propios liberales que acuñaron tal denominación constatan con perplejidad lo que califican de «anomalías históricas», como las constantes protestas populares realistas, cuyo máximo exponente se halla en la tan poco entendida Guerra dels Malcontents o dels agraviats. También podría aducirse que el propio Don Carlos (Carlos V) reprochó respetuosamente en 1826 a Fernando VII una excesiva lenidad hacia los liberales, y el poco apoyo institucional a los leales realistas. Entonces, ¿los realistas protestaban contra sí mismos? He aquí otro cliché, pues —tras la influencia que ejerció la «Santa Alianza» en las postrimerías de la Guerra— se pusieron al mando los ilustrados moderados, un grupo heteróclito compuesto por conservadores-absolutistas, doceañistas que habían moderado sus aspiraciones revolucionarias, veteranos «afrancesados de la escuela imperial» que, en algún caso, incluso habían estado al servicio de Bonaparte.

Y es hacia el final de este periodo cuando comienzan a dar fruto las conspiraciones de los liberales exaltados (emigrados) para medrar en la familia real sembrando la discordia. Sagazmente lograron vincular sus intereses ideológicos con los intereses personales de algunos miembros de la familia real, principalmente a través de la infanta Luisa Carlota. El golpe decisivo se dio en 1829, cuando enviuda el Rey y se logra su cuarto matrimonio con la hermana menor de aquélla: María Cristina. A la plasmación pseudo-legal de esta conjura liberal es a lo que llamamos «Pragmática Sanción», documento nulo y carente de toda base jurídica en los cuerpos legislativos vigentes de la Monarquía española. Como afirmó Suárez Verdeguer, su origen liberal y espurio es tan claro «que su luz basta a dar sentido a toda la historia posterior». La única motivación de la Pragmática no era otra que alejar del trono a Don Carlos: el más fiero e indoblegable enemigo del liberalismo y de los liberales todos.

En 1832 la situación se recrudece cuando los más exaltados liberales, en connivencia y con apoyo de los moderados, dan un golpe de Estado para sostener a toda costa la impopular Pragmática Sanción en un momento crítico en que —moribundo el Rey— María Cristina y sus ministros consideran imposible mantenerla sin dar pie a una guerra civil que muy probablemente perderían, y deciden «abrogarla». Se trata de los llamados «Sucesos de La Granja», uno de los hechos más profusamente manipulados del siglo XIX, sobre los cuales corre por doquier una consolidada y falsa leyenda que fue desmontada monográficamente, en todos sus puntos, por Suárez Verdeguer.

Durante los dos años que transcurren entre 1832 y 1834, mediando la muerte del Rey en septiembre de 1833, España asiste al golpe definitivo que asesta el liberalismo contra el Antiguo Régimen, con el inicio de su «epígono de liquidación»: la pseudo-regencia de María Cristina, caracterizada esencialmente por su entrega total al liberalismo más radical (y más coherente), persecutor implacable de la Iglesia y, sobre todo, de su influjo social e institucional.

El 2 de octubre de 1833 se da el primer ¡viva Don Carlos V! en Talavera de la Reina, por el funcionario de Correos don Manuel González, seguido por sus hijos. Ese mismo año comienza la primera guerra carlista (1833-1840) y, con ella, la inmensa batalla ya dos veces secular de la Legitimidad, dinástica y política, contra el liberalismo; de la España real frente a la anti-España oficial; de la Tradición frente a la Revolución y la impiedad.

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Quedaron muchos temas por tratar con detenimiento; apremiados por el tiempo, los dejamos pospuestos para próximas reuniones. Tras una animada tertulia sobre la popularidad del carlismo y la impopularidad de la Revolución liberal, la conversación continuó más distendidamente en torno a un sabroso y reconfortante ágape que se extendió hasta más allá de las nueve de la noche. Cerradas las puertas del local, en la mente de algunos amigos se dibujaban ya muchos proyectos prometedores para el tercer curso de nuestro Círculo. Que, si Dios quiere, iniciaremos el próximo septiembre, tras el receso estival, continuando así nuestro apostolado político.

Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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