No causa ninguna sorpresa que los jefes o cabecillas de un Régimen de ocupación se despreocupen de los peligros que puedan sufrir las gentes de los pueblos que les están sometidos cuando aquéllos están más que avisados del inminente riesgo de potenciales catástrofes naturales recurrentes, tales como las de la gota fría levantina. Ni tampoco causa sorpresa que esos mismos dictadores dejen abandonados y desamparados a esas mismas gentes una vez padecidos los evitables o reducibles efectos de esas catástrofes. Aquí lo único sorprendente es que a estas alturas todavía pueda seguir habiendo alguien que pretenda considerar al sistema que tenemos y a sus representantes como algo distinto de un «Gobierno» de ocupación, al cual le importa un ardite –como es lógico y normal en potestades de esa índole– el bien común de aquellas sociedades a las que mantienen sojuzgadas.
Mientras los españoles de buena voluntad no se hagan conscientes de que venimos siendo «regidos» por una banda de asesinos y criminales, continuarán aconteciendo sucesos iguales o peores que los acaecidos en tierras valencianas. La natural reacción de los supervivientes cuando varios de los principales tiranos tuvieron la osadía y el atrevimiento –eso sí, acompañados, como siempre, por sus tropecientos policías de paisano– de aparecer finalmente por alguno de los lugares afectados, debe ser la tónica general de todos los pueblos españoles, aunque sólo sea por el más elemental sentido de la autoconservación frente a criminales que están dispuestos a todo y no se detienen ante nada.
Los católico-monárquicos, los carlistas, llevan luchando desde 1833, sacrificando vidas y haciendas, contra todos esos hijos antipolíticos y herederos naturales de José Bonaparte que se vienen sucediendo sin solución de continuidad en el solar español hasta el día de hoy. Si los españoles de buena fe –a medida que se van concatenando los tristes ejemplos que evidencian esta tiránica realidad– van abriendo de una vez los ojos, y se van dando cuenta por fin de que nos están oprimiendo una panda de delincuentes al servicio de intereses extranjeros, los gritos y ataques que los máximos líderes del sistema recibieron merecidamente de las víctimas no se convertirán en flor de un día sino que habrán de extenderse por toda la geografía española y por todo el tiempo necesario hasta que se consiga su definitiva expulsión.
Desde luego, la situación –por la lógica del sistema, que tiende a ello– se ha hecho inaguantable, y no debe durar ni un minuto más un régimen criminal que no es sino el apéndice o la prolongación maquillada de la dictadura liberal-traidora de Franco, y que sólo se sostiene –como siempre ha ocurrido con sus predecesores desde 1833– por la sola «razón» de la fuerza y la violencia, a través del Ejército liberal y del moderno aparato administrativista-policial, secundada por el engaño y la mentira propagados por las técnicas innovadoras del dispositivo mediático. Los descendientes intrusos de la rama bastarda antimonárquica isabelina nunca han tenido otra forma de mantenerse en el poder –único objetivo que les obsesiona– que por medio de la pura imposición de los militares liberales, empezando por Espartero y Narváez y terminando por Franco.
¿En qué desembocará esta estructura insostenible que actualmente continúa subyugándonos? Caben dos opciones: o bien todo esto termina en una nueva República formal, es decir, en exactamente lo mismo que tenemos ahora, sólo que a cara descubierta y sin la falsa máscara o disfraz «monárquico» que ahora fraudulentamente lo cubre. O bien optamos por la única solución que los legitimistas españoles vienen defendiendo desde 1833 hasta hoy: el retorno, la vuelta, la restauración por fin, de una vez por todas, de la única y exclusiva Monarquía española, encarnada por su titular legítimo, que a día de hoy es D. Sixto Enrique de Borbón.
Las cosas hay que llamarlas por su nombre, y no habrá posibilidad de volver a la normalidad mientras muchos españoles de buena voluntad ignoren la verdad y desconozcan la terrible realidad en la que nos encontramos. Basta ya.
Félix M.ª Martín Antoniano
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