La Constitución Apostólica «Sollicitudo Ecclesiarum» (y III)

Mella recalcaba las buenas intenciones, sin duda, que movían a los Papas a la hora de agraciar con privilegios a los poderes liberales constituidos, si bien no dejaban por ello de producirse los mismos y objetivos efectos perniciosos allí donde se verificaban esas cesiones

Juan Vázquez de Mella (1861-1928).

No es baladí constatar que los que más se alegraron por este patrón de conducta reafirmado por Roma de cara a su política exterior, fueron precisamente los revolucionarios, como lo evidencia el entusiasmo con que lo recibieron los liberales-republicanos del otro lado del Atlántico. Como muestra, podemos traer algunos pasajes del comentario editorial con que el semanario El Araucano, «periódico oficial de Chile», acompañó a la traducción de la Bula publicada en la portada de su número de 25 de febrero de 1832, y que el diario bonaerense El Lucero reprodujo en su ejemplar de 23 de mayo. «La regla que la Silla Apostólica –comienza aseverando el editorial– se ha propuesto adoptar en sus comunicaciones con los Jefes de los Estados, para la administración de los negocios concernientes a las iglesias […], nos parece digna de la prudencia y liberalidad de sentimientos que generalmente se atribuyen al actual Pontífice. Manifestarse neutral en las cuestiones relativas al gobierno y soberanía que afanan frecuentemente a las naciones, dar a los que se hallan en posesión del poder supremo los títulos que les dan los pueblos a cuyo frente se hallan, considerando su autoridad como existente de hecho y prescindiendo del derecho, es la conducta que mejor se adapta al sagrado ministerio del Supremo Pastor de los fieles, que no es juez competente en contiendas de esta especie. Nada sería más impropio del padre común que el abanderizarse en partidos políticos […] y hacer sufrir a los pueblos una nueva especie de bloqueo, interceptándoles la fuente de los socorros espirituales».

«Entendemos que el Papa Gregorio XVI –continúa diciendo el editorial– ha querido justificar con esta Bula sus comunicaciones con el usurpador [sic] de la Corona de Portugal, pero, sean cuales fueren sus motivos, la regla promulgada en ella es la más conforme a los derechos de la libertad e independencia de las naciones, y la más propia del celo pastoral de los sucesores de S. Pedro». Y concluye el comentario con las siguientes reflexiones: «Pero, ¿se entenderá esta regla solamente con los príncipes, y quedarán excluidos del beneficio de ella los gobiernos nuevos sentados sobre otras bases que las del despotismo? Al ver la reserva de S. S. respecto de los gobiernos de América, el modo con que sus predecesores han recibido a los enviados de las Repúblicas americanas, y la fórmula adoptada en la provisión de las Bulas de los Obispos americanos, parecería como que no se trataba de hacer general esta regla. Pero la Bula comprende terminantemente las comunicaciones “con las personas que bajo cualquier forma de gobierno presidan a los negocios públicos”. Tenemos, pues, motivo de esperar que la Silla Apostólica, consecuente a lo que ella misma dice que ha sido la institución y establecida costumbre, “observada desde las primeras edades” por los Vicarios de Jesucristo, allanará todos los obstáculos que hasta ahora han sobrevenido en la correspondencia entre la Santa Sede y los nuevos gobiernos americanos, y se prestará al libre ejercicio de todas las regalías y derechos inherentes a la soberanía de que éstos se hallan en pacífica posesión».

Los deseos del semanario republicano se cumplieron a rajatabla, y los Papas, conforme a esa regla, fueron reconociendo, con toda lógica, uno detrás de otro, a los representantes de los sistemas liberal-constitucionalistas que iban desplazando a los regímenes católico-legales a uno y otro lado del charco… a excepción, claro está, de los expoliadores de los Estados Pontificios.

Además, muchas veces no sólo se limitaba Roma a aceptar los nuevos «órdenes» revolucionarios, sino que llegaba al colmo de acceder a concederles prerrogativas que podían tener su justificación en el Antiguo Régimen de Cristiandad, pero que eran del todo punto insensatas en manos de los nuevos poderes anticatólicos. Así lo ponía de manifiesto, con su implacable elocuencia, el tribuno carlista Vázquez de Mella, en su memorable discurso «La Iglesia independiente del Estado ateo», pronunciado el 29 de julio de 1902 en Santiago de Compostela, a propósito de la institución del patronato, sempiterna punta de lanza en las negociaciones entre los nacientes Estados soberanos y la Santa Sede.

«Pero no bastaba –denunciaba el orador asturiano, centrándose en el sangrante paradigma español– la dependencia económica; era necesaria, para completar el plan [de control sobre la Iglesia], la dependencia administrativa. Con la económica sola y la separación moral, es verdad que se negaban los derechos externos de la Iglesia y que se barrenaba el económico y se vulneraban otros derechos internos; pero no se oprimía por completo el de independencia, ni se lesionaba directamente el jerárquico, si no se ponían trabas, y no se sujetaba a tutela el de elección de los ministros; y para eso el Estado revolucionario reclamó ¡como heredero de los Estados católicos que había derribado! y hasta como una función propia de la soberanía, el derecho de patronato» (Obras completas, Tomo V, 21934, pp. 198-199. Los subrayados son suyos). Y sentenciaba más adelante: «El Estado católico de las edades creyentes tenía el patronato por los justos títulos de protector de la unidad religiosa y de propagador del culto y de la fe […]. Y el Estado ateo […] ha destruido todos los títulos en que se fundaba el antiguo patronato y ha conculcado una por una las condiciones en que podía fundarse el reconocimiento generoso del nuevo» (op. cit., 206-207).

«Y así hemos llegado –concluía Mella– al caso inverosímil de que el Estado católico, que compartió el apostolado religioso en el mundo, no haya llegado a tener en la Iglesia la mitad de las prerrogativas que mantiene y se arroga, sin más títulos que la debilidad de los católicos y su propia audacia, [un] Estado que reduce su política a ir expulsando la influencia de lo sobrenatural de todos los órdenes de la vida. Esta contradicción prueba que lo menos que se puede pedir, no ya en nombre de la teología y del derecho, sino de la lógica, es que sean opuestas las relaciones que median sucesivamente entre dos extremos, de los cuales uno, el Estado católico, era concorde y subordinado al otro, la Iglesia, y las que existan entre ese mismo extremo superior, y otro que reemplace violentamente al que estaba subordinado, el Estado liberal, y que además sea contrario por su índole, no sólo al que sustituye sino al que permanece idéntico; porque, de no ser así, se caería en el absurdo de que extremos opuestos tuviesen las mismas o más íntimas relaciones que los términos armónicos. Y si la oposición es radical en el orden religioso y moral, porque el uno afirma lo que el otro niega, ¿cómo no ha de manifestarse esa oposición irreductible en los órdenes inferiores como el económico y el administrativo? Lo menos que se puede pedir a un Estado que se declara independiente de la Iglesia, es que reconozca que la Iglesia es independiente de su soberanía» (op. cit., pp. 207-208. El subrayado es suyo).

Mella recalcaba las buenas intenciones, sin duda, que movían a los Papas a la hora de agraciar con privilegios a los poderes liberales constituidos, si bien no dejaban por ello de producirse los mismos y objetivos efectos perniciosos allí donde se verificaban esas cesiones. Las siguientes palabras hacen referencia al Concordato de 1851 con la República isabelina, pero bien podrían extenderse a cualquier otro pacto o convenio celebrado bajo los dictados de la Constitución Apostólica de Gregorio XVI: «Pío IX –señalaba el prócer legitimista–, echando el manto de la generosidad sobre muchas iniquidades revolucionarias para ponerles término, y llevando la magnanimidad de la Iglesia hasta los últimos límites de misericordia, reconoció el patronato a los poderes a cuya sombra se habían destruido los fundamentos que habían servido para merecerlo» (op. cit., pp. 201-202).

Ésta es la paradoja propiciada por la Bula gregoriana: concesiones eclesiásticas que a Roma nunca se le habría pasado por la cabeza –como es natural– entregar a potestades mahometanas, protestantes o budistas, no tiene inconveniente en acabar cediéndolas a intrusos liberales (esto es, anticristianos) por el simple hecho de autodenominarse «católicos» y hasta «protectores» de la Iglesia, o de calificar a sus Repúblicas constitucionalistas como «cristianas» o «sucesoras» de los viejos Reinos Católicos. Huelga remarcar que la Iglesia del postconcilio, lejos de haber querido corregir esta deriva temeraria de su política diplomática, la ha potenciado al máximo (extendiéndola incluso a Gobiernos socialistas o comunistas), comportando siempre una implícita desautorización para todo fiel que no ceje en su empeño por la efectiva restauración de la legalidad católico-monárquica y de la justicia en la tierra de sus padres.  

Félix M.ª Martín Antoniano

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