Una extraña filantropía (I)

hay que precaverse del peligro de acabar protegiendo a la sociedad protectora más que al bien protegido mismo

Fotogramas de la película «Las brujas». A la izquierda, Anne Hathaway y a la derecha Anjelica Houston en su papel de bruja.

A T.P.R.E., con mi afectuosa invitación a matar a todas las brujas que encuentre en su camino.

El derecho asociativo está muy de moda y a cada instante los honrados ciudadanos se ven asaltados, en las estaciones y paradas de transporte público, en las plazas, avenidas y glorietas, en sus excursiones internáuticas, por invitaciones más o menos variopintas a colaborar con sociedades protectoras de cosas de lo más diverso. A menudo se trata de cosas en el más estricto sentido de la palabra: sociedades en defensa de frescos románicos recién pintados, de protección de petroglifos precolombinos, de abadías cistercienses reconvertidas en Paradores e incluso de árboles tricentenarios y de flores microscópicas que se abren una vez cada eón, etc. Otras, más comúnmente aún, se dedican a la apasionada defensa de cosas más o menos semovientes, como la protección de los perros ucranianos sin vacuna contra la rabia por causa de la guerra (ésta no me la he inventado, además), sindicatos contra la explotación laboral de delfines, perros-guía y leones de circo, colectivos de profetisas del cambio climático en paro, etc. Las hay hasta para defender las cosas inmateriales, como las asociaciones en pro del silbo gomero o del esperanto como lenguas internacionales o asociaciones en defensa de los derechos humanos de lo más conspicuo (los humanos, los derechos y hasta las asociaciones).

Defender las cosas buenas o defender a los buenos de los males que les amenazan está muy bien; asociarse para ello con otras personas con idénticas convicciones, puede ser muy inteligente y muy útil. Pero hay que precaverse del peligro de acabar protegiendo a la sociedad protectora más que al bien protegido mismo. O de resolver el problema por simple vía de negación. O de limitarse a gritar a los cuatro vientos que hay un problema que resolver, esperando que se ocupe otro de hacerlo. Conductas semejantes son constitutivas de una muy extraña filantropía.

En líneas generales, existen cuatro maneras fundamentales de proteger a alguien de un mal que le amenaza: la socialdemócrata, la liberal, la comunista y la razonable. Examinémoslas sucintamente:

Las asociaciones de corte socialdemócrata (como la mayoría de los sindicatos españoles y la práctica totalidad de las asociaciones ecologistas) se dedican, sobre todo, a invertir enormes cantidades de dinero (generalmente público) en vocear a los cuatro puntos cardinales que un determinado colectivo (o árbol, o microorganismo, o lengua más o menos muerta) se encuentra gravemente amenazado de manera gravemente injusta. Las asociaciones socialdemócratas de protección consideran, no obstante, que su misión se reduce única y exclusivamente a poner en conocimiento del angustiado público la existencia de problemas semejantes, sin pretender en modo alguno hacer nada por resolverlos. Para resolver los problemas (reales o imaginarios) de las plantas, animales o, incluso, lenguas, existe el Estado. La función social y política de las sociedades protectoras es, desde esta óptica, la de decirle al Estado lo que tiene que hacer. Son sociedades voceadoras o altavoces asociados. Además de drenar los Presupuestos del Estado y de colocar a una nutrida representación de lo más granado de la estulticia patria, este tipo de asociaciones no sirven para mucho.

Más interés y más eficacia tienen las asociaciones de corte liberal, como las Fundaciones con sede social en Pedralbes, barrio de Salamanca y Deusto o el futuro cadáver político USAID (Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional, por sus siglas en inglés) que, si bien sanguijuelean también ingentes cantidades de dinero público (y generosas donaciones de viudas de derechas, también), no se dedican exclusivamente a cacarear la existencia de problemas, sino que proporcionan, también, soluciones eficaces; soluciones eficaces a cambio de la correspondiente compensación, casi siempre ideológica y por vía legislativa. Por ejemplo, la aprobación de programas de lucha contra el SIDA en África a cambio de que una serie de dictadores más o menos democráticos acepten despenalizar el aborto o que generosos voluntarios en bata blanca venidos de los más selectos hospitales universitarios del Mundo Libre esterilicen en secreto a unos cuantos centenares de miles de mujeres so pretexto de controles médicos rutinarios.

Las asociaciones filantrópicas de tipo comunista (en sus múltiples y multiformes declinaciones) aventajan a cualesquiera otras en cuanto a eficacia y no suelen ser particularmente gravosas para el erario público: las sociedades protectoras de este género resuelven todos sus problemas mediante el sencillo expediente de suprimir a la persona o cosa que lo tiene, de suerte que, al cabo de unas cuantas intervenciones, las sociedades protectoras se han quedado sin nada que proteger y, en cierto sentido, se puede decir que han cumplido perfectamente con su misión: por ejemplo, entre 1932 y 1933, el Soviet Supremo para la Lucha Contra el Hambre en Ucrania obtuvo un éxito rotundo en su filantrópica misión, al acabar con el hambre de varios millones de ucranianos; al final de la campaña, al menos cinco millones de personas no tenían ya motivo para quejarse por no tener qué llevarse a la boca. Ni boca, por otro lado, pero eso es sólo un detalle.

En fin, están las asociaciones razonables, que hacen lo que pueden con los medios de que disponen y que, como no ejercen presión sobre el Estado, ni sobre otros Estados, ni son eficaces al 100%, no tienen demasiado interés.

En la célebre (y celebrada) novela de Roald Dahl Las Brujas y en su primera adaptación cinematográfica (con una espeluznante Anjelica Huston en el papel antagonista) las filantrópicas damas que dan título a la historia, actúan colegiadamente en el seno de una venerable y respetadísima Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Niños que, precisamente, acaba de poner a punto métodos totalmente revolucionarios y eficacísimos para poner remedio a la mencionada Crueldad de manera infalible y definitiva.

Las Filantrópicas Señoras que, por otra parte, son brujas y odian a los niños, pero de eso hablaremos la próxima semana, son ciertamente competentes en cuestiones de Lógica y saben que, si es cierto que la existencia de «crueldad contra los niños» supone, consecuentemente, que hay niños que sufren la mencionada crueldad, no es menos cierto que, si se suprime a todos los niños, se acabará, automáticamente, con la crueldad que se ejerce sobre ellos. La inferencia es perfecta y no admite contestación. Ciertas personas malvadas, como los misóginos, Roald Dahl y la gente que cree en el valor educativo de los cuentos infantiles, a los que criticaremos sin piedad en nuestro próximo artículo, les dirán que aniquilar a los niños como medio para acabar con la crueldad infantil es, precisamente, un ejemplo, y no menor, de crueldad infantil. Pero eso es un sofisma: el resultado de la acción filantrópica de la Gran Bruja (es decir, de la Presidenta de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Niños), si le hubiesen permitido seguir adelante con su plan de aplicar el ratonizador mágico en gotas a todos los niños de Inglaterra, habría sido el de la supresión total de la crueldad contra los niños al otro lado del Canal y, quién sabe, quizás en todo el mundo si sus intrincados planes de filantropía global hubiesen sido convenientemente patrocinados por los próceres del Progreso de USAID y del Politburó (que, nunca está de más repetirlo: tanto monta).

Afortunadamente (o quizá no tanto), las sociedades filantrópicas a este lado de la frontera ontológica no poseen pociones mágicas capaces de transformar niños (o Filantrópicas Señoras) en ratones en un tiempo récord. A este lado de la frontera ontológica, el de la realidad realmente real, no existen las brujas y nadie quiere matar a todos los niños de Inglaterra que son víctimas potenciales de tratamientos crueles.

En el más acá de la realidad realmente real, sin embargo, existen sociedades filantrópicas de protección de los Derechos de los Niños y de sus Padres que cuentan con el aval del Estado y la defensa de la legislación vigente y que, de tan extendidas como están, carecen de denominación registral específica y se las conoce vagamente como protocolos médicos, legislación en materia de derechos sexuales y reproductivos, sentido común etc. Una importantísima (y cada vez mayor) representación del personal médico de este país e incluso de la ciudadanía de a pie, forma parte de todas esas sociedades filantrópicas que ponen al servicio de los honorables ciudadanos todos los medios de que la ciencia dispone para acabar con ciertos graves problemas de salud que pueden precaverse con un simple diagnóstico prenatal. Los Filantrópicos Señores de los departamentos de Ginecología y Obstetricia y Neonatología de nuestros Filantrópicos Hospitales están más que decididos a librar una lucha sin cuartel, infatigable y 100% eficaz contra el Síndrome de Down, las lesiones cerebrales prenatales y todo un cortejo de malformaciones similares que, gracias a la Ciencia y a los protocolos médicos pueden detectarse a tiempo: a tiempo de que el sentido común y la legislación en materia de derechos sexuales y reproductivos hagan su magia y acaben con el problema: acabando con el huésped:

Españolito que vienes

 al mundo te guarde Dios

 que con la ley en la mano

 puedo helarte el corazón.

Queridísimo T.P. y padres y estimado lector: protéjanse y protéjanse en sociedad, ¡pero protéjanse contra las sociedades protectoras!

G. García-Vao

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