Sube la luz, ¡alegría!

EFE

Es motivo de enfado en redes sociales e inspirador de memes sin fin: ha subido la luz. La luz y todo lo que tenga precio.

Es sabido, pero necesario recordarlo: no hay mejor gobierno para sangrar al proletariado que uno de izquierdas. Como si los niños vinieran de París y los trabajadores de Estocolmo.

En 1844, Marx nos dijo que la religión es el opio del pueblo, y a día de hoy sólo queda el opio. Porque el conformismo ante la carencia de la vida ya no es justificable por la creencia en un cielo. Pero sí por el riego continuo de psicotrópicos a través de medios de comunicación, redes sociales y demás vertederos.

Y dentro de este vasallaje se ha creado una ilusión que hace vergonzante la honrosa situación general: ser un trabajador. Todos hemos pasado de clase trabajadora a media burguesía, con el único accidente añadido de ser consumistas. Y ya integrados en el paraíso del bienestar, con una televisión en el salón de 62 pulgadas, fibra y thermomix, ¿quién se delata sin recursos para pagar la luz?

Ya no existe proletariado, término denostado por decimonónico, que podría ser argumento revolucionario contra el propio establishment. Porque ya hemos llegado al paraíso prometido que soñó Peter Fechter al morir en el muro de Berlín: huyendo de unos y abandonado por otros.

Creada la ensoñación de ser clase dominante que ha conquistado el poder, no se puede caer en la pérfida pobreza de vagos y maleantes. Y mucho menos si hay que recurrir a Cáritas. La «Casa del Pueblo» ni mencionarla.

Ya decía Carlos VI, en su Manifiesto de Maguncia, sobre la democracia española: «teniendo como base la corrupción más completa en el sistema electoral, no ha aprovechado para nada al pueblo, y no es más que un nuevo feudalismo de la clase media, representada por abogados y retóricos». S.A.R. D. Sixto Enrique describía la engañifa con precisión en el Manifiesto del 17 de julio del 2001: «La nueva organización política combina letalmente capitalismo liberal, estatismo socialista e indiferentismo moral».

Algo huele mal en Estocolmo, y es que allí ya no cabe nadie más.

Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza