En la expiación, corre el pecado ante la sangre que lo limpia. El perdón es un lavatorio por la Sangre, como nos manifiesta en toda su crudeza la flagelación de Nuestro Señor. Para cumplir las Escrituras, el Hijo del hombre fue entregado a los pecadores, quienes habían de ser torturadores brutales.
Cristo es entregado a unos hombres hondamente pervertidos en su naturaleza. Los operarios romanos del suplicio viven para exprimir gota a gota el dolor de sus víctimas. El gusto de su alma se satisface al descoyuntar miembros, desollar y rasguñar la piel, arrancar la carne de los huesos. Hombres de rostro endemoniado, administradores de suplicios terribles que anticipan los suplicios eternos.
En las carnes del Dios vivo van a ser mortificados nuestros pecados. Toda injusticia que cada uno de nosotros ha cometido. En el dilatado sacrificio de Nuestro Señor, podemos ver la desproporción entre nuestro Creador y sus creaturas.
Un abismo media entre lo más noble, lo más grande, el Cuerpo más digno, y los achicados hombres de almas y cuerpos menesterosos. Y Su padecimiento, que en apariencia es como los nuestros, no es semejante en nada, en nada es proporcionado o comparable. Por eso puede sepultar nuestros males.
En Cristo no hubo nunca injusticia que debiese ser saldada, ninguna culpa que mereciese algún castigo. Aquéllo que Le flageló fue absolutamente impropio de su condición divina. Lo que Le escarneció era algo de cariz constitutivamente malvado. Porque cada latigazo fue un pecado encarnizado, que cada uno de nosotros deslomó con saña sobre las espaldas del Sumo Bien.
Al contrario, en los hombres el azote es apropiado porque somos pecadores. Y si es asumido humildemente, es verdadera penitencia. El castigo es bueno porque corrige. La penitencia es la gracia de un castigo que lava y que fortalece. Cada pecado contrito, que en su día laceramos a fuego sobre la piel de Cristo, se salda en esta merced de su penitencia, que es benéfica porque nos santifica.
Estos días de vívida estampa del padecimiento divino, recordemos que la piel del cuerpo tiene memoria. Esta memoria recuerda después de la muerte. Sólo quienes restañen las heridas que infligieron en la piel de Dios serán también curados. Sólo los cuerpos de los contritos serán objeto de consolación, y el Señor los hará inmaculados. En ellos no habrá ya reato ni huella del mal que hicieron, porque se convirtieron hasta tomar la Cruz.
Pero aquéllos de horrible presencia, cuyas pieles están ennegrecidas por las heridas con que desgarraron a Nuestro Señor, serán roídos para siempre por su propia malicia. Serán echados al pozo. Allí encontrarán a los peores administradores de suplicios. Los torturadores de Pilato tiemblan ante estos carceleros, que nunca se cansan de flagelar a sus reos. Quienes bien se lo merecen.
Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid