La noticia de la desaparición de un submarino de Indonesia, el Nanggala-402, cuya suerte tristemente fue la misma que la del Kursk ruso en el 2000 o la del argentino ARA San Juan en 2017, nos recuerda lo frágil que es la tecnología cuando toca desgracia, aunque sea en tiempo de paz. Y lo terrible de la suerte de esa arma cuando «pintan bastos». Se cumple el refrán de los viejos marinos; «si a Dios quieres rogar, ponte en la mar».
No podemos hacer aquí una historia sesuda y técnica. No procede. Sólo evocar y hacer un humilde homenaje a esos peces de metal, y esos hombres de temple de acero, que no pocas veces han tenido aquellos submarinos por ataúd.
No hace falta ser un niño, al menos de los de antes, más ricos en imaginación y lecturas, menos diestros por obvias razones en competencias digitales, para evocar lo sugerente del Nautilus de Julio Verne. La ficción tomaba su nombre de un molusco, una suerte de caracola que con compartimentos estancos coge agua o no a placer, y que alcanzó a la realidad histórica con el primer sumergible atómico que pasó bajo el Polo Norte.
Que yo sepa, y no es por chauvinismo hispano, El Ictíneo de 1858 de Narciso Monturiol fue el primer submarino que fue más allá de un experimento o juguete. Poco después, durante la Guerra Civil de EE.UU., el confederado Hunley, en 1864, movido a manivela, hundió un buque yanqui, pereciendo a su vez: no podía disparar el torpedo, si no que ¡lo alanceaba con una pértiga!
El submarino de Isaac Peral, en 1888, ya era un arma razonable y no directamente suicida. Pero aquí contra el ingenio del diseñador jugó algo más que la incuria del gobierno o los siempre escasos presupuestos. Los hilos ocultos que explican muchos de los manejos de la política están detrás de una oferta de compra de la patente por el más interesante de los mercaderes de armas, Basil Zaharoff, que dispuso toda su bien engrasada telaraña para arruinar el proyecto y al genial marino.
Transitoriamente en España, Zaharoff se casó con una aristócrata española. Este misterioso personaje, a la vez griego, ruso, judío, inteligente y sin escrúpulos, merecería una amplia biografía. Busque el interesado, pues no fue inocente ante ninguna guerra, en particular en el Chaco. Como curiosidad, el personaje histórico inspira al malvado Basil Bazaroff, enemigo de Tintín en un hermoso comic de esos que no leen ahora nuestros chicos.
El asunto es que retrasó el desarrollo del arma submarina hasta la I Guerra Mundial, y no por amor a la paz, si no por no haber sido suya. Y esa triste falta de olfato, para un medio que no tenía en principio autonomía oceánica, pero que sí hubiera sido con sus torpedos un arma terrible en la defensa portuaria y costera, se produjo justo diez años ante de la guerra del 98. Queda a la imaginación indemostrable la especulación de lo que hubieran valido una docena en los puertos de Cuba y de Filipinas.
Los alemanes se llevan la palma de la leyenda en ambas guerras. Aunque los estadounidenses hundieron más tonelaje japonés del que pueda imaginarse. Los soviéticos mancharon su glamour con las peores fechorías en el mar, hundiendo barcos cargados hasta la cofa de refugiados alemanes en el Báltico, al final de la guerra.
Pero es que, además, el cine de guerra con tantos filmes magníficos y otros deleznables, casi siempre con propaganda parcial, natural en tiempo de guerra pero sobrante cuando ya ha pasado y los derrotados no son ya peligro, tiene como un subgénero de altísimo nivel el de los submarinos. Muchos nos hemos visto de adolescentes en esas latas de sardinas sudando bajo las cargas de profundidad, o entrando furtivamente en Scapa Flow, para dar un disgusto a la Royal Navy.
Como cuando toca presentarse ante el Supremo Hacedor, cuando, como canta el hermoso himno de la Armada Española de Pemán, se crucifica el marino en la Rosa de los Vientos, importan un poco menos las banderas. Que, por otra parte, merecen todos los honores, y nos admiramos ante la carta de despedida escrita casi a ciegas y guardada de modo hermético por un oficial ruso recién casado, que sabe que va a morir.
Cuando los marinos del San Juan bajaron al abismo para seguramente subir a la gloria. Sin recurrir a muchos ejemplos en acción de guerra épica, alguna tan dura como el comandante español que deja escrito a su mujer en Cartagena que se hundirá con su barco antes de torpedear a otro con la bandera que ama.
Por todos esos valientes de ataúd de acero, vaya una oración.
Los marinos del submarino indonesio cantan la canción «Adiós» antes de perecer. Vídeo divulgado por la Marina indonesia.
Francisco Díaz de Otazu Güerri, Capitán de IM, RV