La Revolución Francesa y sus ideologías, suscitaron la reacción de una serie de autores europeos que improvisaron sobre la marcha una nueva doctrina capaz de hacer frente al racionalismo revolucionario. Se trata de la llamada escuela apologética francesa, cuyas ideas, si bien asumían las verdades de la Religión Católica, dejaban a éstas ambigua y peligrosamente naturalizadas como consecuencia del uso de una mala base filosófica antiescolástica, que, paradójicamente, no se salía de los cauces del mismo pensamiento racionalista al que pretendían combatir.
Una de las derivaciones intelectuales de esta escuela tradicionalista o catolicista concernía al tema del Papado y de su papel en el mundo, que no quedaban al margen de ese efecto naturalista. Es bien conocida la fórmula heterodoxa acuñada por J. de Maistre en su Del Papa: «La infalibilidad en el orden espiritual y la soberanía en el orden temporal son dos palabras enteramente sinónimas». Línea especulativa seguida por su discípulo Lamennais, quien, en las obras anteriores a su evolución liberal-progresista, ya interpretaba esa infalibilidad considerando al Papa como una especie de portavoz del consenso universal de la razón humana.
Lo que nos interesa destacar aquí es sobre todo el nuevo papel político-internacional que esta escuela va a asignar al Papa en tanto que única instancia a la que los católicos han de acudir para conocer cuál ha de ser su actitud sociopolítica en todo momento. El contexto sociológico francés no hacía más que favorecer esta nueva sobreelevación de la figura papal, pues se hacía como compensación del triunfo político revolucionario y la falta (o desconocimiento deliberado) de un poder temporal legítimo-católico; o, en el caso de existir éste y no ser ignorado, como contrapeso ante un poder católico al que se consideraba inficionado de herejía jansenista, que en lo jurídico se traducía en una abusiva consagración de la supremacía y contraposición del Derecho real frente al canónico, conocida como galicanismo. A esta concepción neohierocrática del Papado –no menos abusiva que su contraria– se le denomina ultramontanismo o clericalismo.
Es importante subrayar que no defendemos aquí la mala teoría de que el Papa (o cualquier clérigo) ha de ser «neutral» o inhibirse de tomar una determinada posición en el terreno sociopolítico de una determinada comunidad política cristiana. Al revés: puesto que en toda comunidad política nacida de la Cristiandad existe una verdad jurídica y sociopolítica que nunca puede ser anulada por la Revolución, es deber de todo católico (sea laico, o clérigo, incluido el Papa) ajustarse en su comportamiento personal a esa verdad. El abuso del clericalismo nace cuando el clérigo decide ignorar esa verdad, y, valiéndose de su eminente posición ante los laicos católicos, les dicta órdenes de carácter sociopolítico ajenas y contrarias a esa susodicha verdad objetiva, siendo acatadas por ellos.
Manuel de Santa Cruz siempre recordaba, como ejemplo característico de esta errónea actitud clericalista, la escena tragicómica protagonizada en Abril de 1908 por los jefes del Partido Integrista, que, considerándose a sí mismos los supuestos únicos opositores católicos del régimen liberal alfonsino, no dudaron en ofrecerle al Papa su disolución política y su integración en el Partido Conservador si así le placía.
Menéndez Pelayo tenía razón cuando consideraba a los integristas inficionados con las ideas doctrinalmente defectuosas de la escuela francesa; pero no es menos cierto que el pidalismo liberal-«católico» al que él pertenecía, también constituía otra rama del mismo ultramontanismo. No es de extrañar, ya que, si bien algunas pocas traducciones parciales (y con notas precautorias) de las obras de esa escuela francesa habían aparecido en los últimos años del reinado fernandino al amparo de la Iglesia, su verdadera explosión bibliográfica se produjo a finales de la década de 1830 en los ambientes conservadores-isabelinos de las escuelas apologéticas catalana y mallorquina, siendo su principal representante Jaime Balmes, al que los pidalinos consideraban su idolatrado remoto fundador. En efecto, Balmes fue uno de los principales propagadores de J. de Maistre (y, principalmente, de su obra Del Papa), y con razón se le puede considerar como uno de los importadores y fundadores del ultramontanismo en suelo español. Su actitud ulterior ante el espinoso asunto de las medidas políticas tomadas en los Estados Pontificios por Pío IX en los primeros años de su reinado, lo confirma. (Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano