Recientemente, el Papa Francisco dirigió una triste carta al presidente de la Conferencia Episcopal de Méjico, en la que expone loas a la secesión liberal en su Bicentenario, así como una exaltada ponderación de la libertad revolucionaria: «Celebrar la independencia [de Méjico] es afirmar la libertad, y la libertad es un don y una conquista permanente».
En la carta, aparecen condensados no sólo algunos de los innumerables errores doctrinales adoptados al menos en la práctica por una parte importante de la jerarquía de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. También se deja sentir el doloroso y reiterado repudio, por parte del Santo Padre, del servicio de las Españas a la Santa Madre Iglesia en tantísimos rincones del mundo.
No obstante, esta epístola, que ya requeriría una exposición crítica, recibió unas declaraciones que en contra de ella se han dado por diversas personalidades. En Madrid, la presidenta autonómica, Isabel Díaz Ayuso (PP), pronunció las siguientes palabras en las que vale la pena profundizar:
«A mí me sorprende que un católico que hable español hable así de un legado como el nuestro que fue llevar, precisamente, el español, y a través de las misiones, el catolicismo, y por tanto la civilización y la libertad al continente americano».
Lo que parecería una vindicación de nuestro país, se revela en el fondo como una degradación de la fe, y, a la postre, también de nuestra patria. Pues se intuyen en esas palabras las ideas del liberalismo que funda la Democracia Cristiana. Es decir, de la misma Revolución anticristiana que amputó Méjico y en general execró la Monarquía, peligro del cual tenemos que advertir para que tantos compatriotas no se dejen engañar.
Para aquella ideología, el fin último de la vida política no es la adecuación de la sociedad al orden de la Ciudad de Dios, sino la construcción de una subversiva Ciudad del Hombre, aunque se aproveche del uso nominal de la Fe de Cristo como medio para lograr ese fin.
Para ellos el fin último es la implantación de la libertad revolucionaria, que es en el fondo el non serviam de Satanás, como tantos grandes sabios han expuesto los últimos siglos. A este libertinaje sin límite ni adecuación al orden divino es a lo que los liberales llaman civilización.
Los españoles heroicos que llegaron a las tierras de Ultramar no buscaron llevar ni la Libertad, ni la Democracia, ni la mal llamada civilización, sino entregar la Fe que recibieron de la Iglesia y de la tradición a todos aquellos pueblos. Fueron para hacerlos «hermanos creyentes en el mismo Dios y vasallos del mismo rey».
La religión no tiene como fin la Civilización, como pregonan los liberales, invirtiendo el orden de los fines. La religión tiene como fin explícito la salvación de las almas para amar a Dios. La religión produce la civilización como fruto en este mundo, aunque no como fin último; y la civilización se da cuando los pueblos se ordenan completamente en torno a las verdades, leyes y bellezas de la Creación de Dios.
Las ideologías convierten y utilizan, sólo a veces, la religión como medio. Naturalmente, no como medio para llegar a Dios. Cuando nombran la fe, la adulteran y tienen por fin la construcción de la Ciudad del Hombre.
Es decir, esa civilización en la que más importan los hombres que saben juntar letras y leer, aunque jamás lean cosa cierta ni buena. Donde infinitas leyes aparentan orden, cuando son sólo el desorden del antojo de unos pocos revolucionarios, sin llamamiento a la jerarquía natural de justicia divina. Se trata de una civilización donde el aparato del Estado lo controla todo, sin gobernar nada, y donde se ofrecen infinitas experiencias y posibilidades, salvo: el arraigo, la continuidad, la oración ni las costumbres. Es la ciudad donde se construyen innumerables industrias y alojamientos inhumanos, pero no se levantan ni un palacio ni un templo.
A esto llaman Civilización los partidos políticos, y afirman que es aquello que los españoles llevamos a un nuevo mundo. ¡Cuan alejados están de la realidad!
Gabriel Sanz Señor, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid